lunes, 23 de julio de 2012

EL AOJADOR




Se llamaba L. y fue destinado a nuestro pueblo para sustituir la ausencia del maestro, postrado a causa de una larga enfermedad. Era un hombre enigmático y escuálido. Tendría unos cincuenta años y tanto su piel como sus cabellos eran de un color cetrino y deslustrado. Tal vez fueran todo coincidencias, pero lo cierto es que desde su llegada los niños y las reses más endebles comenzaron a languidecer. Hechos que llenaron al pueblo de estupor, sembrando en el corazón de los vecinos la semilla del odio y de la duda. Un detalle crucial jugaba en su contra, haciendo recaer sobre él las sospechas: tenía la vena del entrecejo en exceso prominente y abultada, lo que tradicionalmente delataba en nuestra tierra a los llamados aojadores. Poco después las cosas se agravaron con la muerte de un niño, nieto del alcalde del pueblo, que confesó en su lecho que el maestro le atormentaba noche tras noche en sus sueños. Esa fue, sin duda, la gota que colmó el vaso al respecto. Poco después lo apresaron, comprometiendo aún más su situación los extraños libros y utensilios que encontraron en su cuarto. 

En la plaza se hizo una gran pira sobre la que incineraron al maestro, que para el asombro de todos no se quejó ni gritó al contacto del fuego. Sólo él pudo confirmar o negar su culpa y no lo hizo, lo que fue considerado prueba fehaciente del crimen. Lo cierto, en cualquier caso, es que desde entonces los niños y las reses más endebles recobraron la salud.


Vicente Muñoz Álvarez, de Marginales (Eje Ediciones, 2008).

Ilustraciones by Mik Baro.


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