manzanas de caramelo en el León de los años 70, aquellas manzanas rojas y brillantes que mi padre me compraba los domingos por la mañana en los soportales de la Plaza Mayor (después de husmear en los puestos del Rastro), aquellas manzanas resplandecientes, un tesoro en las manos de un niño, el sol iluminando la tierra en lo alto y reflejándose sobre ellas caleidoscópicamente bajo el cielo azul, su palito endeble de madera, su textura crujiente y lo difícil que era, por su forma y tamaño, darlas (sin pringarte la cara) el primer bocado... y bajo el caramelo, rojo como la sangre rojo, como un corazón invernado, la manzana jugosa y ácida y los vítores de la saliva... el niño inocente que hace siglos fui bajando la Calle Ancha con ella en la mano, la Casa de Botines y mi abuela saludándonos desde su Torre de Plata, el palomar y las palomas de la Plaza de San Marcelo, mi padre dándolas patatas fritas, el reloj y el quiosco de Santo Domingo donde compraba la prensa (el Diario de León, el Hola y el Semana para mi madre, y tebeos para mi hermana y para mí), el vetusto Café Victoria, su leche merengada, los limpiabotas (sobre todo el de la pata de palo), el olor aceitoso de las churrerías al amanecer, Ordoño II y la Calle del Carmen 12, donde nos esperaban mi madre y mi hermana al mediodía, Guzmán el Bueno, Papalaguinda y el aperitivo en el Oasis (antes, mucho antes de que me dejara en él pulmones e hígado y piel) y la comida en casa de mis otros abuelos, en la Glorieta de Pinilla, siempre paella y pollo, y aquellas manzanas de caramelo, aquellas manzanas, como una eterna promesa en mi corazón...
aún conservo
en el paladar
en el paladar
su dulzor
Vicente Muñoz Álvarez
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