Título: Animales perdidos
Autor: Vicente Muñoz Álvarez
Editorial: Baile del Sol
Págs: 140
Precio: 12 €
Llueve mientras termino de leer un exquisito poemario de Vicente Muñoz Álvarez. De la mano de Virgilio avanzo en esta lluvia de ideas donde me voy reencontrando con los versos de nuestro autor, un autor que nos sorprende con poemas que se hacen eco de viajes literarios, personales o ficticios, que nos llevan desde el clasicismo de Dante a la contemporaneidad de Lowry, pasando por músicos y pintores, por amigos y animales… pasando por el infierno y la pérdida, senderos obligados, inexorablemente, en nuestro trayecto hacia el cielo. ¿Cómo reseñar entonces una obra poética cuya forma y contenido son uno solo, sin reescribirla ni parafrasearla? ¿Cómo animar a la lectura de unos versos llenos de soledad primero, incertidumbre después, y amor al final del camino?
En el poemario Animales perdidos nos encontramos con el Poeta en constante búsqueda de sí mismo, un poeta en tierra en busca de la salvación literaria, acaso amorosa, desde su más íntima soledad, descrita paso a paso, erguida como un roble, el mismo roble brillante y solitario del que hablara Whitman en sus Hojas de hierba, un árbol frondoso en la soledad de su llanura. La obra se divide en tres partes diferenciadas: Infierno, Purgatorio y Cielo. Casi la mitad del libro contenida en la primera parte, y la otra divida entre el purgatorio y el cielo, cielo que es beatitud, luz, semillas de amor que refrescan el arduo camino de la búsqueda. Si bien el infierno parece ocupar la mayor parte de la obra, no por ello el cielo reluce con menos esplendor, pues conforme vamos avanzando en nuestra lectura, las nubes que parecían pesar sobre el caminante irán dejando paso a un espléndido sol en su más honesta luminosidad.
Sin abandonar la coyuntura histórica, la escritura de Vicente no deja de ser, en sí misma, poesía, intentando volar, escapar…liberarse de la pérdida, de lo fatal sensitivo al que la realidad nos tiene tan acostumbrados. Así, entiendo que el libro se lea primero con dolor y angustia, para acabarlo con un placentero sabor de boca, que no dejará indiferente al lector.
Ínsaf Larrud, en La Biblioteca Imaginaria.
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