Me desperté en el suelo al mediodía. Con cien campanas martilleándome en las sienes, pero ileso. Ni un rasguño, ni una herida, nada.
Blanca Li, por supuesto, no estaba. Había desaparecido llevándose casi todo del piso... excepto mi gabardina, los pantalones, la chaqueta… Sólo me faltaba la cartera, con poco dinero, y las tarjetas de crédito, sin nada de dinero… Así que estaba bien, la cosa, el milagro o el sueño ese... En cualquier caso estupendo.
Mientras me vestía improvisé una versión oficial para comisaría: que ella, borracha como estaba, se mareó toda en el coche y tuve que pararla y empezó a vomitar con saña al salir y entonces, para no incomodarla, me di unos segundos la vuelta y como por arte de magia se esfumó sin dejar huella... Algo extraño, inexplicable, sin hacer el menor ruido, con las esposas puestas... Y otra vez voces, insultos, gritos… Sargento para aquí, sargento para allá…Su ineptitud, su negligencia…
La vieja historia de siempre.
La chica, tal y como me aseguró, cumplió su promesa y desapareció de la ciudad sin dejar rastro. Y por supuesto, no más crímenes, ni un sólo castrado más…
Se acabó. Caso cerrado. Dos, seis, diez meses… Investigaciones, sospechas, disculpas, más disculpas…Y directo a los archivos, el caso, hasta nuevo aviso.
Yo volví a mi antiguo puesto, mis labores con el narco, veladas, confidencias, regalitos… En fin, las pequeñas ventajas de la policía.
Robe, el Carnicero, salió del hospital al poco tiempo, con sus métodos tradicionales, y la palmó dos años después de otro navajazo en un burdel. Estocada al cuello y fin del trayecto. Descanse en paz.
Y de Blanca Li, mujer pantera, por suerte o por desgracia nunca más volví a saber.
Quizás nos encontremos en algún otro lugar del camino.
FIN
Vicente Muñoz Álvarez, relato incluido en Black Pulp Box/Aftersun (Aristas Martínez, 2012).
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