Entré en su tendejón al atardecer de un día lluvioso, abrumado por un vago sentimiento de congoja que se había ido adueñando de mi espíritu. En el interior todo era chillón y adamascado: los tapices, los muebles, los grabados y aquella esencia empalagosa de perfumes exóticos. El mago observaba mis gestos con suma languidez, recostado sobre una otomana elevada algunos centímetros del suelo. Su voz era aguardentosa y ronca y fluía sin apenas movimiento de sus labios. Entonces, al mirar en su bola de cristal, vi mi propio cuerpo transparentando su interior: mis órganos latían con pesadas covulsiones, mi sangre corría rauda por mis venas y se retorcían mis intestinos en un movimiento cansino y torpe. Todo parecía seguir un orden correcto, anatómicamente sano. En cambio mi corazón presentaba algo anormal, una mancha apenas perceptible que él amplió con un chasquido de sus dedos para dar luz a un gusano de cuerpo cavernoso que lo devoraba lentamente...
Salí corriendo de aquel tendejón espectral y en los días sucesivos fui asistido por los más insignes médicos, que confirmaron, tras un reconocimiento minucioso, el perfecto estado de mi corazón. Y sin embargo yo creía escuchar a aquel gusano horadando por dentro...
Durante algunos meses me atormentó continuamente su eco. Por eso regresé al callejón donde visité al mago tiempo atrás, aunque los vecinos afirmaron que jamás estuvo allí. Desde entonces la hiperestesia figurada y el pavor me transformaron en un perfecto hipocondríaco. Hasta que un año más tarde, súbitamente, un infarto de miocardio terminó con mi obsesión.
Vicente Muñoz Álvarez, de Marginales (Eje Ediciones, 2008).
Ilustraciones by Mik Baro.
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