Ningún árbol, ningún cielo / te consolará.
Thomas Bernhard
La habitación es larga y estrecha, oscura y de paredes altas. Sólo hay una ventana que apenas filtra luz, así que casi siempre está en penumbra. A él le gusta así: reptar entre las sombras sorteando los muñecos de peluche hasta alcanzarme.
Su caja está junto a la puerta, en el extremo opuesto a mi butaca. Una caja oblonga de madera llena de papeles de periódico arrugados.
Cada mañana el guardián abre la puerta, cambia el agua y los papeles, me pone en el brazo una inyección, examina el estado de mis llagas y se va, cerrando con llave de nuevo la puerta al salir.
Así durante todos estos meses.
Enfrente de la caja, al lado izquierdo de la puerta, está el cuerpo de Jose. A él, como a mí, le ataron con correas de cuero al respaldo de un sillón, pero a él no le inyectaron suero y se deshidrató a los pocos días. Su cuerpo empezó a pudrirse entre las cinchas y él sorbió sus fluidos hasta secarle por completo. Deslizaba su lengua sobre su piel muy lentamente, saboreando como en trance su descomposición, y después se me acercaba a rastras y se quedaba observándome durante horas mientras acariciaba delicadamente a sus muñecos.
Por las mañanas, depués de la inyección, espera frente a la butaca hasta que mi cuerpo expulsa el suero y se precipita sobre mis piernas mojadas, sorbiendo cada gota ávidamente. Después lame extasiado mis heridas, penetrando con su lengua en cada pliegue y evitando así que supure la infección. Las llagas de los tobillos, del estómago y los brazos.
Su cuerpo es blanco y lampiño, extremadamente delgado, y sus ojos de un tono azul muy claro. Se arrastra desnudo sobre las manos y los codos por el cuarto y a veces, sin motivo aparente, se detiene y se queda absorto oliendo el aire, como si percibiera algún aroma extraño en la atmósfera viciada de la habitación.
No tiene genitales. Su tronco termina en una especie de muñón grisáceo, anudado a escasos centímetros del ombligo, de cuyo extremo sobresalen dos tubitos de plástico rosado. Aunque hace siempre sus necesidades en la caja, a cuyo interior accede por una trampilla batiente. Se escucha entonces el chasquido de sus líquidos sobre el papel y una especie de rugido de tripas sibilante.
El guardián apenas le hace caso. Cuando entra en la habitación, él sale de la caja y se acurruca en una esquina, observándole con los brazos cruzados alrededor del pecho. El guardián, embozado y vestido siempre de negro, cambia los papeles y renueva cuidadosamente el agua. Después me inyecta el suero y comprueba la evolución de las llagas que las cinchas me hacen en la piel. Y a continuación se va, cerrando la puerta de metal con llave al salir. Él, entonces, repta despacio hasta alcanzar mis piernas y espera impaciente que fluya de entre mis muslos su alimento.
El suelo del cuarto está lleno de muñecos de peluche. Los hay de todos los colores y tamaños. A menudo él los recoge y los lame con dulzura. Entorna los ojos y pasa con ellos muchas horas, limpiándoles con su lengua, hasta que se acuerda súbitamente de mí y viene reptando a acariciarme la cara con sus dedos blancos, introduciéndomelos en la boca y el sexo y saboreando en pleno éxtasis mis flujos.
Nada más llegar aquí, el guardián me introdujo unas tijeras curvadas en la boca y me cortó la lengua. Supongo que para evitar los gritos. Aunque tampoco él habla nunca. No sé si porque, como yo, no puede, o porque realmente no desea hacerlo. Los dos somos en parte víctimas, chivos expiatorios, y hacemos lo posible por sobrellevar la situación. Aunque a veces no pueda reprimir la naúsea. Sobre todo cuando, después de lustrar la piel de Jose, viene con su aliento acre a entrar en mí. Creo que él no capta eso. O no puede evitarlo. Introduce su lengua agria en mi boca y durante algunos minutos sorbe mi saliva, llenándome por dentro de ese hedor. Cuestión pura de instintos.
Ninguno de los dos sabe qué hacemos aquí y por qué razón prolongan sin sentido aparente nuestras vidas. Y sospecho que el guardián es sólo otro instrumento. Un engranaje más del juego.
Esta habitación es el principio y fin de todo. Y las horas en su penumbra discurren muy despacio.
Vicente Muñoz Álvarez, de Mi vida en la penumbra (Eclipsados, 2008).
Prólogo by Alfonso Xen Rabanal
Presentación en León:
Día 27-3-2009
A las 21:30 horas
En el Club Cultural de Amigos de la Naturaleza
(C.C.A.N.)
Día 27-3-2009
A las 21:30 horas
En el Club Cultural de Amigos de la Naturaleza
(C.C.A.N.)
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