Atípica, polémica y de culto por méritos propios, El hombre de mimbre (The Wicker Man, 1973), de Robin Hardy, es una fascinante mezcla de estilos y géneros, thriller, terror, musical, erótico, religioso, satírico, crítico, etc, etc, que con el paso del tiempo ha ido ganando adeptos y un bien merecido prestigio. Hay, incluso, un remake del año 2006, protagonizado por Nicolas Cage, y una secuela rodada por el propio director, The Wicker Tree, en el 2010, que por supuesto no hacen justicia al filme original, ni le llegan, siquiera, a la altura de los zapatos.
Uno no sabe muy bien, hasta los últimos minutos del metraje, de qué va la cosa, qué clase de película está viendo, a dónde nos quiere llevar, pero lo cierto es que desde el comienzo mismo se ve envuelto en esa atmósfera onírica y psicodélica, hipnótica y sugerente, como de ensueño de opio o desvarío lisérgico, de Summerisle, un Shangri-La en el que, sin duda, todos querríamos arribar. Todo ello sin menoscabo, a la vez, del halo siniestro y amenazador, ominoso y oscuro, que la caracteriza.
Hardy conjuga con mano sabia elementos de la religión católica con otros celtas, panteístas y paganos, yuxtaponiéndolos y enfrentándolos, y gracias al magnífico guion de Anthony Shaffer y a las sólidas interpretaciones de Edward Woodward y Christopher Lee (sin olvidar las del resto del plantel de actores), factura un film redondo e inclasificable, sacrílego e iconoclasta, que en su día, estoy seguro, tuvo que levantar muchas ampollas.
Fantástica la banda sonora y las canciones populares, los paisajes de la isla y el pueblo en que se rodó, su filosofía libertaria y hippie y las varias lecturas que encierra, y sorprendente y estremecedor el final, que aclara muchas de las preguntas que uno se va planteando a lo largo de la película.
Una verdadera joya, en suma, que a todos (en especial a los espíritus libres) arrebatará.
Vicente Muñoz Álvarez
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