VÍCTOR M. DÍEZ
(Maldito baile obligatorio de la memoria)
De todas las entradas del libro, me quedo con la primera, es mi preferida. El descubrimiento, tan natural, de la muerte. Del miedo, al fin y al cabo. Supervivientes de ese guiñol, siempre siniestro. El resto del relato nombra la memoria, no rehuye la nostalgia, hay un trabajo de recolección y taxonomía exhaustiva en que Vicente se muestra como es: coleccionista de cromos, realista, generoso, mitómano, de espíritu científico y mirada poética. Lo penúltimo no deja de asombrarme. Yo, que crecí a las orillas del río Esla, no sabía que estaba rodeado de: “los nerítidos y los ditiscos, los ancílidos y los esféridos, los girínidos y los bétidos, el tubifex y los pirálidos, el esparto y el acónito y la digitalis...”. Sólo reconozco, acaso, la última parte de su enumeración: “las truchas y barbos y bogas y culebras y tortugas y ranas y renacuajos y sapos y tritones y salamandras y algas y nenúfares... y sobre todo los cangrejos de río...”. Las listas de grupos de música, películas, marcas de motos, minerales, colecciones de cromos, cines, bares, montes, salas de juegos... Me superan, me abruman, querido amigo. Lo digo con admiración, desde el desorden en el que vivo. Mi memoria no tiene anaqueles, es un caos similar a mi despacho. Quizás por eso, mantengo a raya la nostalgia y evito, siempre que puedo, la mitomanía. Repito, siempre que puedo que no es siempre, pero que siempre me desasosiega.
Volviendo al primer relato, arriba dije que me gustaba ese descubrimiento “natural” de la muerte, como uno de los primeros recuerdos del autor. Quizás nada es tan “natural” como pretendemos. Quizás la “memoria” y “lo que vivimos”, tienen más de ficción de lo que creemos. Creo, como Tomás Salvador González, que la memoria es un huésped y nosotros, quizás, nada más que su anfitrión, cuando no su sirviente. La memoria es el hilo narrativo que nos permite vivir en la ficción de que somos el mismo que aquel niño o aquel muchacho de veinte años.
No sé si “me miro en el espejo y soy feliz”, como Parálisis, o “me miro y no me gusto”, que decía el poeta Miguel Suárez. Creo que compartimos, querido Vicente, esa dialéctica en vaivén. Aquél ojo tapado tuyo, aquella putada de niño, se me antoja una buena perspectiva.
Sí, estuve en todos esos lugares: tapeando en la mejillonera, en las sesiones golfas del Trianón, media vida en el CCAN, esquivando salivazos de la Polla Records en la Mandrágora, vi Curro Jiménez, el show de Arias Navarro, el Victoria, las pandillas, vi a mi padre pescar cangrejos, flipé con Los Cardiacos, las lecturas iniciáticas, escuché a Veredicto Final, estuve en el 44, en el México... Al leerlo en tu libro, me siento como una presencia muda, como aquellos ángeles de Wenders en Cielo sobre Berlín (me pido Peter Falk). Gracias, Vicente, por regresárnoslo. Ah, qué envidia, haber tenido una abuela en la torre de Botines. ¿Una regresión a lo Norman Bates?
Víctor M. Díez, en Regresiones (Ed. Lupercalia, 2015).
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