fascinación, desde niño, por la flora y la fauna del río: las esponjas y medusas de agua dulce, la hidra verde, los nerítidos y los ditiscos, los ancílidos y los esféridos, los girínidos y los bétidos, el tubifex y los pirálidos, el esparto y el acónito y la digitalis, las truchas y barbos y bogas y culebras y tortugas y ranas y renacuajos y sapos y tritones y salamandras y algas y nenúfares... y sobre todo los cangrejos... mi padre despertándome de madrugada para ir pescarlos, la cesta de mimbre (su olor intenso a humedad) y el cebo podrido (cuanto más apestoso mejor), el trayecto en coche dormido (o ensoñando: jugando, por ejemplo, a talar árboles y montañas con un enorme cuchillo imaginario, apéndice cronenbergiano de mi propio brazo), el rocío y el frescor de la orilla del río, el termo con café caliente y la fogata crepitante y la colocación estratégica de los reteles en las pozas, para luego, a los pocos minutos, como por arte magia, sacarlos cuidadosamente del agua con un palo en forma de horqueta llenos de cangrejos... cómo me embelesaba entonces aquello, sus antenas y ojos fieros, sus impresionantes corazas y pinzas (cuidado con los dedos), ver cómo, poco a poco, batida a batida, se iba llenando la cesta, cómo se revolvían y coleteaban, y cómo amanecía y se disipaba lentamente la bruma sobre el agua y asomaba el sol tras las choperas... y luego, al llegar a casa a mediodía, mi madre limpiándolos y cocinándolos, guisados o con arroz (cangrejo autóctono leonés, hoy prácticamente desaparecido, de color chocolate y sabor intenso, nada que ver con el señal que llegó luego, rojizo e insípido), cuántas madrugadas memorables con mi padre, a los seis o siete años, al calor de aquellas improvisadas hogueras, pescándolos y observándolos y jugando atemorizado con sus pinzas... tiempos maravillosos y lejanos que (salvo en mis regresiones) no volverán...
Vicente Muñoz Álvarez
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