viernes, 20 de abril de 2012

LA ARPÍA


Desde el refugio vimos descender a las arpías, más veloces que los pájaros y el viento. Era cierto, pues, lo que contaban las leyendas: buitres con rostro de mujer y vientre ponzoñoso, pálidas por una bulimia inconciliable, fétidas y vocingleras. Mientras devoraban el banquete que habíamos dispuesto entre los juncos, los rastreadores se acercaron con sigilo para inciar la cacería. Durante algúnos minutos las observamos comer llenos de estupor, insaciables y hediondas. Luego, a mi señal, nuestros rifles vomitaron una lluvia letal de balas de plata. Sucumbieron tal y como el chamán aseguró, chillando de modo grotesco en un pandemonium de extrañas mutaciones. Las arpías, las que raptan, las que ordeñan a las nubes, habían picado el anzuelo. Y yo añadía a mi colección el trofeo más valioso. 

Embalsamamos sus cuerpos acribillados a balazos para evitar así su descomposición y tras un largo viaje llegamos de nuevo a casa. El taxidermista hizo un buen trabajo. Doné algunas a los museos más insignes de mi patria y reservé la más esbelta para colgarla sobre la chimenea del salón. Había ganado la batalla.

Sin embargo, el chamán obvió comentarnos un detalle, uno de los más terribles poderes de aquellas criaturas, que pronto hube yo mismo de experimentar: el de atormentar impiamente los sueños de su verdugo una vez muertas. 


Vicente Muñoz Álvarez, de Marginales (Eje Ediciones, 2008).

Ilustraciones by Mik Baro.


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