Entonces, súbitamente, como si despertara al fin de un sueño, decidió hacer lo que había estado planeando casi a diario desde hacía varios meses.
Acercó su brazo a una de las cuchillas, lo situó por encima de la protección del guante de malla, ya a pocos centímetros del codo, y lo introdujo sin pensárselo en la cortadora.
No sintió apenas dolor. Sólo un intenso fuego.
Vio su mano en el suelo, moviendo convulsivamente los dedos en el interior del guante, y su brazo seccionado que comenzaba a sangrar, pequeñas flores brillantes que progresivamente fueron aumentando de tamaño hasta teñir su vista de rojo.
Cayó de bruces, golpeándose contra el piso en la frente, y pese a todo, en lo profundo, se sintió en parte aliviado, inútil al fin para la sociedad...
Antes de gritar, imaginó unas largas y bien merecidas vacaciones.
Vicente Muñoz Álvarez, de Mi vida en la penumbra (Editorial Eclipsados, 2008).
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