Apocalíptica, nihilista y existencialista a la vez, la última película de Béla Tarr (su despedida y testamento, según él mismo afirmó), El caballo de Turín (2011), es un viaje sin retorno al fin de la noche (como comprobaréis, sobre todo, en la última secuencia del film) que, os lo aseguro, no os dejará indiferentes. Eso, claro está, si lográis acoplaros a su ritmo exasperantemente lento, a la presencia obsesiva del viento, a la ausencia casi total de diálogos y a sus más de dos horas de duración.
La película se inspira libremente en un episodio histórico: el día (3 de enero de 1889) en que Friedrich Nietzsche, tras intentar proteger a un caballo maltratado por su cochero en Turín, perdió la razón, dejando de hablar y escribir hasta el momento de su muerte, once años después.
Lo que a continuación pudo pasarle a ese caballo y a ese cochero es justamente lo que Béla Tarr recrea en este film, enlazando con los postulados filosóficos de Nietzsche e imprimiéndole un sello personalísimo y absolutamente descorazonador.
Los escasos (pero reveladores y profundos) diálogos, la impresionante fotografía en blanco y negro, las interpretaciones sobrias y rotundas de los protagonistas, la melancólica banda sonora y la enloquecedora presencia del viento, que todo lo mediatiza, hacen de esta película una obra maestra del séptimo arte.
Eso sí, insisto, lenta a rabiar y desalentadora como ninguna. Tenedlo en cuenta.
Vicente Muñoz Álvarez
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