TAN cruentos fueron mis pecados que opté por la continua penitencia para obtener así la redención. Disciplinas, abrojos y cilicios fueron desde entonces el sustento de mi alma, la esperanza hiriente de mi salvación. Durante años porté con arrobo el capirote de los disciplinantes y flagelé mi espalda con una furia que ningún otro asceta compartía. Mi arrepentimiento exigía la perpetua mortificación, la laceración de un cuerpo ansioso de dolor, que se extasiaba cada vez más en el martirio. Llegué a ser sólo llaga y piel, el reflejo de una contrición sangrienta que todos despreciaron. Y al fin, tras lustros de dolor, la austeridad de mis costumbres fue la causa de mi muerte. Había ganado el paraíso ya en la tierra y ascendí custodiado por los ángeles al cielo. Pero habituado a repudiar el gozo y regocijarme tanto tiempo en el dolor, hube de bajar por mi propia voluntad a los infiernos para ser allí mortificado eternamente.
Vicente Muñoz Álvarez,
de Marginales (Lclibros, 2020)
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