La brisa del otoño emulaba tras la lluvia el frescor primaveral, ese dulzor de lo que aún no está marchito pero ya empieza a envejecer. La tarde agonizaba cargada del aroma de los bosques, en connivencia arcana con la luz. Junto al altar, el paisaje oscilaba en la transmutación del ensueño y la poesía, animado por el alma sensible del color, del sonido, de la forma y del perfume combinados en una magia de correspondencias olvidadas. Por múltiples señas diríase legible su pensar y audible su sentir, conformado tal mixtura una psique hermanada con mi espíritu. Yo estaba sumamente cansado, enervado por el hada verde, absorto en un bostezo de sopor y laxitud. Cada detalle que mis ojos contemplaban formaba parte de una entidad que había de fecundar, abriéndome paso entre sus pétalos y fundiéndome en un óvulo asexuado para favorecer así el Advenimiento. El camino era lánguido y crepuscular, un sendero hermoso y triste que aunaba cientos de pesares en una sola idea. Y entre sus éxtasis y ardores sucumbí fascinado a la alquimia sagrada de la inmolación. Pues obviamente era el Elegido, el padre de una nueva raza, y tal y como estaba escrito, sólo de mi última simiente nacería el Dios Andrógino.
Vicente Muñoz Álvarez,
de Marginales
(Excodra Editorial, 2015).
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