No conocí personalmente a Leopoldo María Panero. Me hubiera gustado, sí, conocerle en los años 70 y 80, en la época de El desencanto, El lugar del hijo (un volumen de relatos muy poco conocido, pero imprescindible para entender su personalidad y su obra) o Así se fundó Carnaby Street, aún brillante y magnetizador, pero no luego, en los 90, después de tantos años, y menos aún en este nuevo milenio, convertido en objeto de mercadotecnia literaria e icono de malditismo estéril, manipulado y explotado sin escrúpulos por editores y (falsos) amigos.
Su obra, sin embargo, ha estado presente siempre en la mía, y también su ejemplo de disidencia y de lucha, hasta el punto de haberle dedicado el suplemento del último Poemash (separata de Vinalia Trippers), titulado, guiñándole un ojo, Deseo de ser piel roja.
Quisimos, por un lado, rendirle homenaje a los pocos meses de su muerte, convirtiéndole en estandarte de resistencia contra Babilonia, pero jugamos también con el paralelismo del final de los indios norteamericanos, domesticados y exhibidos como anacronismos en circos y en ferias. Ambas ideas, en uno y otro caso, trágicamente ligadas.
El Poemash, con textos inéditos de 32 poetas, se abre con una foto impagable de José Ramón Vega: un Leopoldo María con el rostro surcado de arrugas y mirada profunda, decrépito y decadente, levantado su brazo izquierdo con el puño cerrado. Y entre los dedos de ese puño, a modo de hacha de guerra, su eterno cigarro encendido.
Ese fue Leopoldo María Panero: beligerante y guerrero, genio y figura hasta el final.
Y con ese, no con el de los circos y las ferias (de las vanidades), es que con el que me quiero quedar.
El terror – como él mismo afirmó en El lugar del hijo - es desaparecer o no ser nosotros mismos. Ser comidos, o sorbidos.
Tengo siempre presentes esas palabras.
Vicente Muñoz Álvarez, en El del medio de los Panero (Las apariciones apócrifas de Leopoldo María Panero), de Gsús Bonilla (Ed. Lupercalia, 2015).
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