lunes, 4 de junio de 2012

LA CALERA (Reboot)




Paredes desnudas, funcionalidad. Estrategia de autolesión. Cefaloeconomía catastrófica. Paredes bien cerradas, bien acerrojadas, ventanas bien enrejadas, todo bien cerrado y bien acerrojado y bien enrejado. 

Thomas Bernhard 


Durante una de mis visitas a Salzsburgo a mediados de los noventa,  relacionada con un ensayo sobre Thomas Bernhard que por aquel entonces estaba escribiendo, tuve la ocasión de visitar la Calera, el escenario donde el escritor austriaco había ubicado su tremenda novela, de la mano de uno de sus protagonistas, Fro, el administrador de los terrenos de la propiedad. Una coincidencia que no viene al caso (al menos en esta historia) me puso en contacto con él, permitiéndome hacerle varias preguntas y, asimismo, debido a mi insistencia, conocer a continuación la Calera. Sin lugar a dudas, junto a Corrección, esa novela de Bernhard, La Calera, le dije entonces a Fro, era la que más me había impactado, la locura de su propietario, Konrad, empeñado en comprársela a su sobrino durante decenios, su inacabado Estudio sobre el oído, la desolación aterradora de aquel lugar y, en última instancia, el asesinato de su mujer y su posterior reclusión en un centro penitenciario. Él, Konrad, me dijo el administrador, había muerto hacía ya tiempo, y la Calera, expoliada y vacía, aún seguía en pie, junto a un lago, en el distrito de Sicking. No fue demasiado difícil convencer a Fro, evidentemente alcoholizado (lo supe nada más verle beber el primer whisky en el café donde nos presentaron), de que me llevase a ver aquel edificio, bastó una suma no muy alta y algunos comentarios de mi ensayo en construcción sobre Bernhard, al que él también admiraba, para que accediera a la mañana siguiente a acompañarme allí. Vino a recogerme en su coche a mi hotel a las ocho en punto, tal y como habíamos quedado la noche anterior, correctamente aseado y vestido, aunque ya a esa hora oliendo a alcohol, y condujo desde Salzsburgo hasta Sicking, vía Mondsee, de una sola tirada, respondiendo lacónicamente a mis preguntas, como molesto, me pareció, con la situación. Para mi ensayo, sin embargo, la oportunidad de conocer la Calera, y por extensión al propio Fro, uno de los personajes clave de la novela de Bernhard, me había parecido providencial y, seguramente, pensé entonces, determinante para su desarrollo. Como Konrad en la novela con su Estudio sobre el oído, aquel ensayo sobre Bernhard, en el que llevaba ya más de seis años inmerso, se había convertido para mí en una obsesión, continuamente corregido y reestructurado y reescrito, y la posibilidad de visitar la Calera y conocer de primera mano los testimonios de Fro, pensé, podría ser determinante para enfocarlo con un criterio original y, en consecuencia, lograr terminarlo. Pero Fro, el administrador de los terrenos de la Calera, amigo personal de Konrad, testigo en su juicio y, evidentemente, conocedor privilegiado de su historia, no parecía demasiado dispuesto durante el viaje a entrar en materia, sí la noche anterior, cuando bajo los efectos del alcohol me había hablado largo y tendido de Bernhard y la Calera, aceptando llevarme a verla al día siguiente, pero no entonces, aquella mañana, en el trayecto en coche de Salzsburgo hasta Sicking, quizás debido a la resaca, pensé, o a tener que recordar y por tanto revivir y sufrir, a causa de mis preguntas, el drama de la Calera. Aunque lo cierto es que, pese a su reserva y cambio de tono, hasta allí me condujo. Ya hemos llegado, dijo al final de un camino pedregoso por el que, poco después de Mondsee, nos habíamos desviado, esto es la Calera, el lago está al otro lado. Aparcamos el coche fuera, junto a un gran seto de arbusto que ocultaba el interior del inmueble, y entramos en la propiedad a través de una verja caída, forzada por los ladrones, según Fro, poco después de la detención de Konrad. El viejo tenía razón, dijo, este distrito, tal y como él comentaba una y otra vez, está lleno de ladrones y criminales, todo en este distrito parece abocado al robo y al crimen, Konrad no dejaba de repetirlo, y el hecho de que forzaran la verja de su propiedad a los pocos días de ser detenido lo confirma. Aunque de poco pudo servirles, añadió, porque entonces no quedaba ya nada de valor en el edificio, Konrad lo había vendido ya todo, durante años, debido a su precario estado económico y a espaldas de su mujer, fue vendiendo uno tras otro todos los objetos de valor que había en la Calera hasta dejarla casi vacía, de manera que los ladrones, cuando forzaron la verja y lograron al fin entrar en la casa, poco o nada valioso pudieron hallar, nada, en cualquier caso, que luego pudieran vender, añadió. Y: el viejo siempre tenía razón, puede que estuviera loco, pero en el fondo tenía razón, Konrad tenía siempre razón. Y: como puede observar, el portón de la casa también fue en su día forzado, todo, antes o después, fue violentado y forzado aquí. Y  ciertamente era verdad, flotaba sobre aquel lugar un aura asfixiante y siniestra, una sensación de tragedia inminente y desolación profunda que ponía los pelos de punta (como en la Casa Usher, recuerdo que entonces pensé, como en la Casa Usher). No queda ya nada aquí, repitió Fro al entrar, y comenzó luego a enseñarme el edificio, las dependencias de Konrad en el primer piso, su dormitorio y el despacho donde, según dijo (y según Bernhard en la novela), se pasaba los días trabajando en su Estudio sobre el oído, y las de su mujer inválida a continuación, en el segundo, desde cuyas ventanas se podían contemplar los excelentes (pero de algún modo también siniestros) paisajes del lago. Precisamente aquí, dijo Fro llegado un punto, tras haber recorrido parte del piso, en esta habitación, fue donde la asesinó, aquí fue donde Konrad la disparó, unos dicen que en el pecho, otros que en la cabeza, pero fue aquí, en su silla de ruedas, donde la mató, y esas manchas en la pared, dijo señalando una esquina, lo atestiguan, esas manchas que nadie se dignó a limpiar, ni yo mismo me digné a limpiar... al fin y al cabo desde la muerte de Konrad a nadie le importa nada ya aquí, la Calera ahora es un santuario, un cementerio, y a nadie le importa nada ya aquí... salvo a los escritores, añadió. Ustedes, los escritores, vienen aquí buscando inspiración y respuesta a sus miedos y sólo encuentran más preguntas y miedos (tengo grabadas a fuego estas palabras en mi memoria), eso es lo que ustedes encuentran aquí, lo único que en el fondo encuentran, repitió. Y, efectivamente, fue lo único que en aquella visita encontré: preguntas sin respuesta, no respuestas a mis preguntas, y miedos, miedos y preguntas en lugar de inspiración y respuestas. Fro continuó, cada vez más taciturno y uraño, mostrándome el resto del edificio, las dependencias del tercer piso y el desván, la cochera, el sótano y el cobertizo y, finalmente, a petición mía, el colector de estiércol donde, según Bernhard (lo recordaba de la novela), los gendarmes habían encontrado a Konrad, congelado y prácticamente muerto, después de asesinar a su esposa. Mientras se apoderaba de mí de una forma casi tangible la náusea y la angustia, indudablemente, pensé, por el aura malsana de aquel lugar. Ese fue mi único contacto con la Calera y en eso consistió la visita. Luego, el viaje de vuelta en coche, de nuevo vía Mondsee, hasta Salzsburgo, sin apenas hablarnos, cabizbajos y abatidos, y la despedida escueta a la puerta de mi hotel. La última vez, en cualquier caso, que vi a Fro (aunque me enteré luego de que había fallecido poco tiempo después), la última que viajé a Salzsburgo y, por extensión, el fin de mi ensayo sobre Bernhard, definitivamente perdido, que desde aquel día, al visitar la Calera, supe que nunca prodría terminar.


Vicente Muñoz Álvarez, de Revisiones, obsesiones y otros tributos (Selección by Octavio Gómez Milián. Voces de Margot/Editorial Comuniter, 2012).

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