lunes, 9 de marzo de 2009

LOS FRUTOS DE LA REESCRITURA



Hay en el panorama literario multitud de autores preocupados por una reescritura de sus textos, de cuyos frutos en ocasiones dan noticia editorial. Vicente Muñoz es un caso especial, como se observa en estas dos obras, ambas aparecidas en 2008. A pesar de la condición marginal del tono de sus escritos, patente en los temas y tratamientos de los mismos, tal marginalidad se hace ortodoxia editorial cuando se trata de darlos a la luz pública. Ello no es óbice para que se observen ciertas «anomalías»: Mi vida en la penumbra, por ejemplo, no presenta lugar de edición. Sí hay en cambio un loable afán por corregir y limar ciertas deficiencias ortográficas, como ocurre con la primera edición de Marginales, aparecida en 1996 «cargada de erratas tipográficas», según confiesa el autor. Uno no sabe bien si todo ello era fruto de una deficiente preparación profesional de los editores o un afán de provocar y escandalizar a los bien pensantes.

El mismo honroso afán de mea culpa editorial se observa en la reescritura de los textos. En ambas obras está patente el deseo ferviente de reescribirlos, consciente el autor de que todo es mejorable, especialmente cuando se relee con el paso de los años. Tal deseo está presente en el «Prólogo a la presente edición» de Marginales y en la «Nota preliminar» de Mi vida en la penumbra. Escapan a este espacio las citas literales al respecto, pero ambas obras evidencian una actitud de renovación y de reestructuración absolutas. No es malo el nuevo camino que es, de alguna forma, una versión novedosa del «humanum errare est».

A pesar de lo indicado, el sustrato estético y humano de las dos obras es el mismo, centrado en una visión distorsionada de la realidad, en la que dos extremos de los sentimientos (como son la crueldad más exacerbada y un peculiar tratamiento del amor) se erigen en móvil de la actuaciones de los personajes: «el tono pretendidamente truculento y bizarro, gótico y onírico que le caracteriza». Todo ello como influjo de un mundo al que pertenecen una serie de autores que tienen a gala considerarse como miembros de una generación integrada por «los hijos sietemesinos de la Democracia». Su espíritu creativo lleva implícita su condición de marginales, el malditismo y la admiración por escritores muy determinados.

Marginales constituye la fuente de los actantes, reflejo de este mundo materialista en el que «las religiones y los mitos caen vertiginosamente en el olvido... Y las leyendas, las supersticiones y los sueños siguen caminos paralelos» (p. 8). Y como consecuencia de la pérdida de valores: «De este vacuo sincretismo surge hoy como un fénix el nuevo soñador, fruto de cenizas calcinadas y vientos corrompidos, hijo del esplín y el desencanto». Desde este mundo corrupto y desangelado, «algunos disidentes conspiran todavía en lo profundo, irredentos y amenazadores, fascinantes y peligrosamente subversivos» (p.9). A este sustrato irreal de redentores marginales pertenecen los personajes, casi siempre irreales, pero inquietantes, de la obra. Se nos presentan agrupados en cuatro bloques: «Visionarios y malditos», «Elementales», «Místicos y profetas» y «Monstruos y prodigios». No es arriesgado decir que, de entre los cuatro bloques, sólo «Elementales» ofrece una visión delicada y poética de la realidad. Tal vez porque no están contaminados por lo humano, dependencia que sí existe en el resto de los bloques.

En Mi vida en la penumbra los sentimientos truculentos presentes en Marginales toman cuerpo en personajes diversos, protagonistas de narraciones clásicas en su forma. Cosa bien distinta es la fuente de la que nacen sus conductas y reacciones, como advierte el autor: «Sangre, sexo, ultraviolencia, droga alienación, amor y desamor y crueldad y ternura, entre otras cosas, es lo que aquí y ahora, queridos drugos, os vais a encontrar». Las situaciones más crueles tienen aquí presencia, aunque no están ausentes delicadas situaciones de amor. Tal vez para compensar este mundo de malditismo, que parece ser la respuesta a un mundo capitalista y material.

De la lectura de ambas se extrae una conclusión paladina: persiste el espíritu iconoclasta y marginal del autor, pero, cuando menos, aflora un deseo de presentar la obra acorde con las exigencias tipográficas ortodoxas. No es poco.


Nicolás Miñambres

Filandón, Diario de León: 8-3-2009.

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