viernes, 26 de agosto de 2016

CANCIONES DE LA GRAN DERIVA según SALUSTIANO MARTÍN



CANCIONES DE LA GRAN DERIVA. 
ESPERANDO TIEMPOS MEJORES

Vicente Muñoz Álvarez, Canciones de la gran deriva. Ateneo Obrero de Gijón, 1999. Reedición ampliada, Origami, 2012.

Poco a poco, en los últimos años, van apareciendo libros de poemas que se toman en serio a sí mismos como instrumentos de desentrañamiento social y existencial; que no sólo levantan acta de las ficciones que el yo poético ejecuta acerca de su modo de estar en el mundo, sino que avizoran, más allá de la superficie de las quejas o las pretensiones inútiles, el nervio atormentado de una sociedad de átomos insolidarios que no encuentran ninguna salida al ciego sinsentido de sus vidas: la desolada cartografía del desastre inducido de una generación. Algunas generaciones se destruyen desde su propia médula (la del 68, por ejemplo); ésta es el resultado perverso de una miserable provocación ajena, de un desatino propiciado desde las instituciones del poder político y económico. Hace un año hablaba de Antonio Orihuela y su Edad de hierro, ahora otro compañero de generación viene a modular, con su propia voz, una variación sobre los mismos desajustes destructores. En efecto, Vicente Muñoz Álvarez (León, 1966), en su primer libro, Canciones de la gran deriva, publicado también en la colección Zigurat (que dirige otro poeta "de la cuerda", David González), viene a desnudar el tinglado de la farsa social y política de sus posmodernas luces mentirosas.

La explicación del desaliento corrosivo que lastra a estos hijos del capitalismo neoliberal a la española, y el necesario desenmascaramiento de los maquinadores que provocan ese desánimo, son aquí, es cierto, menos nítidamente políticos que en los poemas de Orihuela, pero la amarga lucidez irónica que atraviesa su discurso poético alcanza a indicar la sucia trama de la red en que han sido atrapados y afirma su rechazo visceral de cualquier suerte de acomodo cómplice. Distinguen también a Muñoz Álvarez, como a Orihuela, un uso transgresor del léxico poético, una economía formal que redunda en claridad ética pero no en simplificación moral, y una escenografía sórdida, no autoindulgente, de la situación anímica del yo poético.

La cita de Malcolm Lowry que encabeza el libro anuncia por dónde van a discurrir sus senderos: Muñoz Álvarez va a mostrar un territorio que no ha sido explorado, una tierra oculta a la mirada perceptiva de los seres humanos (que, sin embargo, habitan en ella): "el nombre de esta tierra es infierno". ¿A quién dirige los poemas que van a informar de esa desolación clandestina? Aquí se abre el libro a una rica pretensión contradictoria. Por un lado, el poeta dedica su reflexión narrativa "a los que esperan", a los que (como a él le sucede) se encuentran a la espera de tiempos mejores, a los que viven a costa de sus padres y sienten con dolor ese peso perverso. Por otro lado, el libro trata de enseñar los caminos del infierno a quienes están en él, pero no lo conocen, porque han sido cegados por las palabras con que el poder inocula el brillo falso de la escena en que (sobre)viven. Mientras habla de sí mismo para salvarse del agobio de la desesperanza, y se promete una futura salvación para andar por casa, el poeta traza la crónica ácida (y acaso tierna) de su generación y enuncia la base podrida sobre la que se alzan las ganancias pervertidas de la explotación económica.

El primer poema identifica el nervio narrativo (existencial y político) que recorre el libro: "Crónicas de fin de siglo": un panorama de devastación física y anímica, de niños que envejecen "con la resignación de los vencidos", de desesperados que caen aplastados bajo las ruedas criminales del sistema, de seres humanos que no saben qué va a ser de ellos al cabo de este presente feroz en que están naufragando: "se trataba [...] de esperar". Se trata de aguardar a que algo suceda. Los poemas recorren direcciones disímiles en busca de respuestas: hacia adentro del propio corazón se inquiere en el ensimismamiento una respuesta al dolor; hacia afuera se constata la inutilidad de todos los pasos y la necesidad, a pesar de todo, de seguir un camino propio con los ojos abiertos de la lucha y la resistencia. La "aplastante sinrazón del tiempo" es una muestra de que hay que hacer algo para salir de la trampa: por ejemplo, combatir contra los tramposos que la han fabricado y se aprovechan de su mortífera productividad económica. Hacia el final de la ruta, la crónica empieza a hacerse cargo de ciertas cadencias luminosas que pueden ayudar a vivir: a pesar de las derrotas, el yo poético acaba cruzando "la línea sombría" de la desesperación; acaba por decidirse a seguir su propio camino: contra el tiempo y contra las ruinas; contra la autoinmolación y contra los innumerables miedos reales que lo acechan. Asumir lo que hay; conseguir que fructifique con esfuerzo y tenacidad: sin rendirse nunca a la evidencia: la evidencia es, siempre, un espejismo reaccionario.

En fin, en algún momento de su historia el poeta encuentra una poética capaz de ayudar(lo) a alzarse de pie sobre la ciénaga del desánimo: "Ser poeta en la calle/ [...]/ llamar a las cosas por su nombre/ y dirigirse al pueblo/ impedir que la poesía/ se convierta en algo inútil/ cargarla de pólvora/ y apuntar certero al blanco". Como en estos poemas: certero al blanco.


Salustiano Martín. 
Publicado en: Reseña, 312 (enero 2000), 28.

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