Mi querida Casa Usher, mi Exin Castillos particular, aquel caserón neogótico y por aquel entonces, antes de la reforma, siniestro y sombrío, su interior sobre todo, aquellas lúgubres escaleras por las que mi padre aseguraba que correteaban gigantescas ratas, cinco pisos a oscuras sin ascensor hasta el ático de mi abuela, la madera crujiendo bajo las suelas de nuestros zapatos, la macilenta e intermitente luz, las ventanas modernistas y sus torres cilíndricas... Allí fueron a vivir de alquiler mis abuelos (al contrario de lo que pueda parecer, no eran viviendas de ricos, sino de pequeños comerciantes que se habían ido estableciendo en las inmediaciones del edificio en los años 20 y 30 del pasado siglo), a aquel palacio místico y tenebroso, como de ensueño de opio o desvarío simbolista, que Gaudí había construido tiempo atrás... La Casa Botines, con su foso y su reja de forja y su implacable San Jorge matando al Dragón y sus torreones y agujas y almenas... En ella nació y se crió mi padre y sus cuatro hermanas, y en ella vivía todavía mi abuela, rodeada de reliquias de tiempos remotos, canarios enjaulados, muñecas de porcelana y montañas de libros, cuando yo comenzaba a dar mis primeros pasos y a practicar tímidamente el arte de la ensoñación... Ah, qué recuerdos aquellos, cinco, seis, siete años, todo misterio y revelación, descubrimiento y promesas, aquel León provinciano, la tienda de mis abuelos en Ordoño II, los tebeos del Jabato y el Capitán Trueno y el Guerrero del antifaz, el vetusto Café Victoria, la catedral y la Calle Ancha, el destartalado Barrio Húmedo, los PP. Agustinos al lado (mi colegio: aquella fortaleza inmensa de ladrillo rojo de la que pronto hablaré), la recoleta y umbrosa Iglesia de San Marcelo y, muy en especial, el torreón del ático de mis abuelos, desde el que oteaba a vista de pájaro la somnolienta ciudad... Allí me recuerdo a menudo ensimismado mientras mi familia charlaba en el comedor, viendo pasar a los transeúntes, dónde irían, de dónde vendrían, cómo se llamarían, si serían felices o no, evocando una y mil veces la terrible pelea entre mercheros y gitanos que mi padre había contemplado de niño desde ese mismo torreón y de la que tantas veces me había hablado, navajazo viene y va, cuerpos tendidos en la plaza, tripas en las aceras, gritos de auxilio y gente corriendo... Mi padre, cuántas historias truculentas y fantasías me metió en la cabeza de niño... A él (y a mi madre, por supuesto, voraz lectora) le debo esta afición por las letras, siempre hablándome de mazmorras y pasadizos y tesoros y fortines y maquis y prodigios y monstruos... Frente a ella, la Casa Botines, paso todavía a menudo, ya reformada y reconvertida desde hace tiempo en museo, y hacia la torre de mi abuela instintiva e invariablemente miro, buscando su fantasma con una llave de plata en la mano, regresión tras regresión volviendo a mi infancia, a aquellos días primeros, a aquellas lecciones tempranas, a aquel quimérico despertar...
Vicente Muñoz Álvarez,
de Regresiones
Nueva edición ampliada,
próximamente en LcLibros
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