Aunque mucho menos recordada que Calle Mayor y Muerte de un ciclista, consideradas las dos mejores películas de Juan Antonio Bardem, Nunca pasa nada (1963) es sin lugar a dudas otra obra maestra, quizás menos impactante y efectista que las anteriores, pero más poética y existencial, asfixiante y paradigmática de la hipócrita sociedad española de aquel tiempo, sobre todo en las pequeñas ciudades y pueblos.
A uno de ellos llega, durante un viaje en autobús con su compañía, una atractiva vedette francesa (maravillosa Corinne Marchand), que por un ataque de apendicitis tiene que ser intervenida y quedarse a convalecer allí unos días.
El médico que la opera (Antonio Casas) se enamora de ella, ella del profesor de francés (Jean-Pierre Cassel, que a su vez está enamorado de la mujer del médico, Julia Gutiérrez Caba), y durante su breve estancia, hasta que la compañía pasa de nuevo a recogerla, se desata todo un torbellino de pasiones y concupiscencia en el pueblo.
Un argumento muy habitual, por desgracia, en el cine español de aquella época, que reflejaba el brutal contraste entre nuestra cultura y la del resto del Europa, pero que en manos de Bardem, tocado por el talento y la gracia, se convierte en un profundo estudio psicológico de los diversos estereotipos humanos.
Como en Calle Mayor, se le encoge a uno el corazón en el pecho al ver hoy, después de tantos años, la vida que llevaron nuestros padres y abuelos, lo claustrofóbico de aquella sociedad mojigata y profunda, sórdida y mezquina, y oscura (como diría Malcolm Lowry) como la tumba donde yace mi amigo...
Qué España tan tremenda aquella, a un tiro de piedra aún de la nuestra, y qué grandes los que se atrevieron a contarla tal cual era.
Vicente Muñoz Álvarez
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