lunes, 3 de enero de 2011

LA PLAYA


Sólo tienes un momento en las manos, un momento real. Y nunca más volverás a tener ese momento. O bien vives el momento, o lo dejas pasar.
Osho
 
 
Acabábamos de comer en un restaurante junto a la carretera, mi padre y yo, a pocos kilómetros de G, justo encima del mar.

Debíamos visitar a un cliente allí esa tarde, sobre las cinco, y aún disponíamos de un par de horas antes de ir a verle, así que decidimos bajar a la playa en lugar de esperar en el coche dormitando o leyendo como solía ser habitual .

Mala hora para un representante, la sobremesa, esperando a que el cliente abra su puerta, sobre las cuatro y media o las cinco. Mala hora para el que tiene que aguardar pacientemente en su coche la apertura del comercio, pensando en cómo enfocar la venta, ser cauteloso, prudente y amable pero eficaz, en lo anacrónico y terminal de su gremio, en lo mediocre de su mercancía, en lo aleatorio de sus ingresos, en su vida aplazada, en su mermante fuerza y en lo quebradizo de su autoestima... Mala hora, en cualquier caso, para darle inútiles vueltas a la cabeza y pensar demasiado.

Aquella playa era, por tanto, un regalo en la ruta, una perla, algo imprevisto, y hasta ella descendimos mi padre y yo con la intención de descargar nuestra conciencia un rato.

Estábamos a mediados de octubre (en plena campaña de otoño) y el sol brillaba en lo alto, suspendido de un cielo despejado e intensamente azul.

Recorrimos un buen trecho de la playa en silencio, disfrutando el momento, respirando la brisa y escuchando el fragor de las olas, hasta que a lo lejos, varado en la arena, divisamos un enorme pez.

Comprobamos, al acercarnos, que se trataba de un delfín, una hermosa cría de delfín de unos treinta o cuarenta kilos y aproximadamente un metro de longitud, encallada en un banco de arena al descender la marea.

Allí estaba, atrapada, reseca y picoteada por las gaviotas pero viva, agonizante pero viva, respirando dificultosamente por su orificio en el lomo.

Coleteó aparatosamente cuando acariciamos su piel y nos miró con aquellos ojos negros y profundos, expresivos, casi humanos, que parecían suplicarnos ayuda...

Fue un placer arrastrarlo con mi padre al mar, sentir su tacto escurridizo y frío, palpitante en las manos, llegar a la orilla y reanimarlo, acariciarlo, escuchar su respiración y ver cómo lentamente iba cobrando vida, coleteaba y se recuperaba al contacto del mar, ganaba por momentos fuerza, giraba sobre sí mismo y resoplaba desapareciendo con su grácil aleta entre las olas...

Fue un placer salvar a aquel delfín, algo especial, vibrante, sujetarlo fuerte, sentirle palpitar, rozarte las piernas y oír tan cerca su respiración.

Como si entonces, en aquella playa, bajo el sol, nuestra existencia, la de mi padre y la mía, cobrara otro significado, un sentido pleno, nuestra relación, nuestro trabajo y nuestro lugar en el extraño rompecabezas de la Creación.

Allí estábamos, setenta y treinta y cinco años, dos generaciones, vivos y felices, reencarnados, y el sol brillaba intensamente sobre nuestras cabezas mientras la pequeña aleta del delfín, semejante a la de un tiburón, avanzaba mar adentro sorteando vigorosamente las olas.

Desdibujándose, progresivamente, en el horizonte.

Nada más podíamos pedirle al mundo.


Vicente Muñoz Álvarez, de El merodeador (Baile del sol, 2007).

Ilustraciones de Toño Benavides.

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