lunes, 19 de abril de 2010

NOCHE VACÍA


Puede parecer lo contrario, pero lo que nos horroriza a cualquiera es despertarse un mañana diferente de la noche antes. Es decir, perder el sentido del propio entramado.

Cesare Pavese

Es, quizás, una noche como la mayoría, como tantas y tantas otras noches en las que me despierto sudoroso, sin motivo aparente, y también sin motivo aparente, siempre sin motivo aparente, comienzo a sentirme vacío... Permanezco tumbado en la cama con los ojos abiertos, inmóvil en la oscuridad total del cuarto, sintiendo cómo, poco a poco, pese a intentar retenerlo, se me va escapando el sueño. Más o menos, con escasa variación, sobre la misma hora: entre las tres y media y las cuatro. Y comienzo a sentir entonces una soledad que no logro explicarme, que no logro entender, una especie de agobio u opresión por haberme vuelto a despertar en plena noche con la certeza de que no será, el que viene, un amanecer tranquilo, a fuerza de pensar en el tiempo expropiado, en tantas y tantas horas perdidas intentando recobrar el sueño esquivo y dando, una y otra vez, vueltas al mismo proceso. En realidad, pienso, intentando dormir se vuelve siempre a lo mismo, o se suele al memos tener la sensación de haber estado dando vueltas a las mismas cosas, a las mismas viejas historias que, poco a poco, inevitablemente, se van deformando. Y de esta manera, o parecida, a fuerza de divagar una y otra vez sobre lo mismo, me voy deshinchando, me parece como que en el fondo fueran de otro, esos recuerdos, haciéndome sentir cada vez más desolado y haciéndome, asimismo, pensar en la muerte: la muerte como consumación de la nada, como consumación del vacío. Aunque por otra parte, y quizás para agravar aún más la situación, mi mujer duerme a mi lado, duerme plácidamente cada noche a mi lado, y por alguna oscura razón su plácido sueño hace que me sienta en la cama insoportablemente solo. Esa extraña soledad, pienso, que embarga al insomne al contemplar al durmiente y de la que éste nunca o casi nunca llega realmente a saber, esas horas en las que sus sueños, su respiración y sus movimientos son controlados por el que a su lado se desgasta despierto, por el que a su lado, lentamente, envejece despierto. Así es que, lejos de representar cualquier compañía o solaz, la presencia de mi mujer en la cama me resulta más bien turbadora, quizá por su serena armonía, por su perfecta quietud que, de algún modo, por alguna morbosa asociación de ideas, se me antoja en ocasiones cadavérica y fría. Tan cadavérica y fría como la de mi propio cuerpo, tumbado boca arriba, que a veces, en plena cavilación insomne, no logro tampoco identificar. Me parece el de otro, mi cuerpo, escrutando inmóvil la noche, custodiando las horas vencidas y acechando en la oscuridad cualquier movimiento. Me parecen de otro mi memoria y mi cuerpo, y me parece una extraña la mujer que duerme a mi lado, mi propia mujer, como falta de vida, a la que siento cada vez más distante, más y más distante en el laberinto gris de los sueños... Tengo incluso miedo a veces, cuando ella se me acerca inconsciente, a palpar su rostro en la penumbra y descubrir unos rasgos distintos, unas facciones cambiadas que me arrojen de pronto encima todo el terror de la noche... Aunque ese es sólo uno más de mis miedos, otra de las muchas obsesiones que atormentan mi mente agotada en las horas de insomnio... Están también esos pasos que de vez en cuando me parece escuchar, pisadas tenues, ominosas, que recorren lentamente la casa mientras dormimos... Está el miedo a las vísceras, a los merodeadores, a las tormentas, a la soldedad, a la vejez, a la agonía… Y está también mi propio corazón cansado, consumido, que en los momentos de mayor paroxismo se me antoja descompasado y a punto de dejar de latir... Pequeñas fobias, pienso, adquiridas a fuerza de invocar noche tras noche al sueño formulándome las mismas preguntas y acudiendo, desesperado, a los mismos recuerdos.

Como ahora, en este instante, sufriendo en la cama el mismo ciclo: este despertar súbito en la oscuridad del cuarto, tras un sueño escaso y ligero, turbador, y esta indefensión posterior frente a la noche, este escuchar los mismos ruidos, la respiración de la casa y las pisadas furtivas en el piso de arriba, este sentirme despersonalizado e impropio, como atrapado en otro cuerpo, y este temor infundado a mi propia mujer, capaz de transformar su rostro en sueños. Pero sobre todo, frente a todo ello, o quizás a causa de ello, este intenso y asfixiante vacío que me incapacita para eludir mis propios fantasmas y aventar mis propios miedos... Este insoportable vacío que, sin motivo aparente, me hace despertar sudoroso en mitad de la noche dejándome a solas frente al tiempo y sometiéndome a un inútil desgaste...

Aquí estoy, tumbado en la cama con los ojos abiertos, esperando impaciente la primera luz del día, la salvación que, por lo general, implica para mí la mañana. Porque, en realidad, pienso tras consultar por enésima vez mi reloj, lo peor ya ha pasado, ya queda poco, está ya a punto de amanecer…

Y de este modo, o parecido, es como cada noche, sin motivo aparente, me veo arrastrado a recorrer semejante camino hasta encarnarme otra vez en mi cuerpo y recobrar en él la calma, el aplomo necesario para tantear de nuevo a mi mujer dormida y enfrentarme otra mañana al mundo con la esperanza de que la próxima, tal vez, será una noche tranquila, no alterada, en la que quizás logre conciliar del todo el sueño...

La gozosa y esquiva placidez del sueño.


Vicente Muñoz Álvarez, de Los que vienen detrás y otros relatos (DVD ediciones, 2002 - reedición 2009).

Ilustración by Miguel Ángel Martín, del fanzine Vinalia Trippers.

2 comentarios:

  1. Perder el sentido del propio entramado. El ser humano no está preparado para eso. Y en cualquier caso yo recurriría al sueño. Siempre al sueño, como tú dices, la gozosa y esquiva placidez del sueño, que limpie y purifique. Si puede.

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