tabernas de la Hammer en Portugal, eso sí que son regresiones, como volver a la España profunda (la mía, la de los años 70), a las pelis de Terence Fisher y de León Klimovsky, eso sólo te lo encuentras allí, sobre todo en invierno, con niebla cerrada y en los pueblos y ciudades del norte (Almeida, Guarda o Viseu, por ejemplo, o Miranda y Brangaca también), tabernas de la Hammer como en Transilvania, afuera el frío cortante y dentro el calor y la nostalgia y el vino, todo onírico y evocador, como si la humanidad se hubiera extinguido y una estirpe de vampiros noble y decadente lo hubiera invadido todo, tabernas de la Hammer como guaridas de súcubos e íncubos amables en tiempos de crisis, como satélites solitarios en la infinitud, oliendo a chanfaina y a grelos, a vino del Duero, son esos instantes, pura magia, los que me mantienen en pie, algo anacrónico, siniestro e inocente a la vez, los paisanos mirándote sorprendidos, la ciudad desierta y la niebla afuera cubriéndolo todo, un libro en las manos (en este caso 26: Veintiséis, de José G. Cordonié, perfecto para la ocasión) y petiscos y bacalaos a natas y a lagareiro y pousadas y hospedarias y aguardentes y pequenos almoços en comedores decimonónicos y fortalezas ominosas y lluvia intensa y oblicua (siempre presente Pessoa) golpeando las ventanas de la furgoneta y Rodríguez y Tom Waits de banda sonora y toros negros como la noche recortados lánguidamente en el confín y paseos como de ensueño de opio y esas entrañables tabernas donde repostar refugiándose del temporal y del frío, marcianas y extrañas, con sus cubas añejas de madera, sus mesas diminutas, jarras colgando, animales disecados, ese silencio en el alma, esa saudade y esa quietud, y la sangre siempre que es vida, bálsamo eterno para el corazón...
Vicente Muñoz Álvarez
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