salíamos de aquellas películas exaltados y sobreexcitados, dándonos patadas y golpes ridículos por la calle e imitando las katas y técnicas que habíamos visto en pantalla... El mono borracho en el ojo del tigre, Tormenta de Kung Fu en el paraíso, Las 36 cámaras de Shaolin, La serpiente a la sombra del águila, auténticos festines de violencia, y por supuesto los clásicos de Bruce Lee: Operación Dragón, Juego con la muerte, Furia Oriental, El furor del Dragón y Kárate a muerte en Bangkok, que veíamos una y otra vez, analizando cada golpe y pelea, en las sesiones continuas del cine Trianón y el Crucero y el Lemy... Bruce Lee, el héroe por excelencia, el más grande artista marcial del siglo XX, luchador invencible, actor y (esto lo supe mucho tiempo después) filósofo... todos queríamos ser como él, pelear como él, parecernos a él, todos deseábamos ser entonces Bruce Lee, sus cicatrices de tigre en el pecho, sus ojos entornados de concentración y de furia, sus músculos y abdominales de acero, y muy especialmente sus nunchacos... aquellos letales instrumentos de lucha, formados por dos palos cortos unidos en sus extremos por una cadena, con los que se podía golpear, bloquear y estrangular a los adversarios... nos fascinaba su silbido siniestro cortando el aire, sus tácticas y rápidos movimientos y las distintas técnicas de lucha con ellos, y suspirábamos por llegar a tener algún día unos en nuestras manos... hasta que a Fernando, uno de los alumnos más vivos de clase, se le ocurrió fabricarse unos, aprender chapuceramente a usarlos, llevarlos al colegio y comenzar a venderlos por encargo... y vaya si le funcionó el negocio, docenas de chinorris con nunchacos en las manos, en la calle, en el patio y en el recreo, como pandillas de ninjas justicieros, o practicando con tesón en sus casas, dándose una y otra vez golpes en la cabeza y la espalda con ellos y enzarzándose frente al espejo en imaginarias peleas... un tipo listo, Fernando, que debió de hacer el agosto con aquellos nunchacos que todos queríamos tener... los fabricaba con palos de escoba, cortándolos en varias piezas y uniéndolas de dos en dos con argollas y cadenas, y nos cobraba una pasta gansa por ellos, creo recordar que 200 pesetas, que en los años 70 eran para un niño todo un capital... y allí estábamos nosotros, nunchacos en mano con pantalones de campana y jerseys de cuello de cisne, dando golpes a diestro y siniestro en los recreos e intentando desesperadamente parecernos a Bruce Lee... no sé qué hice luego con ellos, supongo que mi madre me los tiraría a la basura cuando se me pasó aquella furia oriental, pero me recuerdo perfectamente lleno de chichones y moratones frente al espejo del cuarto de baño, sin músculos ni abdominales, manejando aquellos absurdos nunchacos fabricados con palos de escoba e intentando parecerme, rubio y con gafas, a Bruce Lee...
Vicente Muñoz Álvarez
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