martes, 11 de febrero de 2014

CASA CON JARDÍN (Sortilegio de infancia)


qué recuerdos maravillosos conservo de aquella casa, la de mis abuelos maternos, Manolo y Consuelo... no sé muy bien qué edad tendría cuando la vendieron, calculo que seis o siete años a lo sumo, quizás por eso tenga una imagen de ella distorsionada, pero a mí me parecía entonces un palacio encantado, aquella casa unifamiliar en la carretera de Caboalles, con su extenso huerto y jardín, el pilón de agua helada donde mis primos y yo nos chapuzábamos en verano, y justo al lado el enorme ciruelo por cuyas ramas trepábamos (y recolectábamos de su corteza una especie de resina amarilla que utilizábamos como pegamento en nuestros juegos), las hileras de hortalizas en la huerta (recuerdo perfectamente el primer día que extraje fascinado de la tierra una zanahoria, su intenso color naranja resplandeciendo bajo el sol), los árboles frutales, manzanos, perales y cerezos, los parterres de flores, los aperos de labranza, azadas, picos, palas y tijeras de podar, y mi abuelo Manolo, con su boina negra y su pierna chirriante de madera (se la habían llenado de metralla y cortado por la rodilla en la guerra, aunque durante años le estuvieron sacando del muslo trozos de metal que, según le oí contar varias veces a mi abuela, él conservaba en una caja) excavando sudoroso los surcos... la casa, en cambio, según me recuerda siempre mi madre, su hija, cuando hablo de ella con nostalgia, era incómoda y húmeda y fría, desapacible y poco acogedora, así que cuando a mis abuelos les salió la oportunidad de venderla, no dudaron un instante en hacerlo, comprando a cambio, por el mismo o semejante precio, un piso muy cerca, en la contigua Glorieta de Pinilla, que fue donde en lo sucesivo y ya para siempre, hasta su muerte muchos años después, les visitaría... de entonces, pienso, debe venir mi pasión por la tierra, tocarla con las manos y plantar en ella esquejes, verlos pacientemente crecer, regarlos y podarlos y aporcarlos y cosecharlos y cocinarlos y comerlos o envasarlos y conservarlos... de entonces, de aquella quimérica quinta de mi niñez, aquellas visiones, los frutos destellando como piedras preciosas bajo el sol resplandeciente de agosto o endulzando mi boca con sus jugos tibios de verano, y el deseo de vivir en una casa campo...

todo ello
con el tiempo
se hizo realidad

pero eso
(y lo que pasó después)
es parte también
de otra historia


Vicente Muñoz Álvarez

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