no recuerdo exactamente cuándo ni cómo ni por qué comenzó aquella fantasía o ensoñación infantil, calculo que sobre los diez o doce años, pero lo cierto es que con el paso del tiempo se ha convertido en un clásico de mi repertorio íntimo de visiones, recurrente y sintomático de mi personalidad... lo que yo llamaba la habitación voladora, que consistía en la quimera de imaginar mi habitación por los aires, como una especie de nave o platillo volador surcando el cielo, despegando a mi antojo del edificio donde vivíamos, Carmen 12, y sobrevolando en silencio la ciudad (los motores no hacían ruido, propulsados por la energía de mi cabeza), Ordoño II, la Pícara, Lancia, la Plaza de Toros, el río Bernesga, y luego, ascendiendo poco a poco, el resto del país y del planeta hasta alcanzar el espacio exterior... solos mi perro (que aún no tenía, pero deseaba más que ninguna otra cosa) y yo en aquella habitación voladora, llena de provisiones y libros y discos y todo lo necesario para mi confort, asomados a la ventana para observar el mundo a nuestros pies, ciudades y valles y mares y montañas y pueblos, sin rumbo ni destino fijo, sólo ensoñando y leyendo en las alturas manejando telepáticamente la nave de aquí para allá, atravesando la estratosfera y observando ensimismados desde el espacio exterior la Tierra o descendiendo a ras del suelo para contemplar más de cerca la vida que, voluntariamente, habíamos dejado atrás... nunca fui un niño insociable o huraño, a lo sumo melancólico, pero por algún motivo que desconozco (los psicólogos tendrán mucho que añadir) esa era mi fantasía favorita de aquella época, horas y horas observando la inmensidad del planeta sin ningún fin u objetivo, sólo por el placer de volar en aquella nave propulsada por la energía de mi cabeza...
pluma en mano
de un modo u otro
en ella sigo
Vicente Muñoz Álvarez
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