las que recibíamos en el colegio, primero, en los P.P.Agustinos, para todos los gustos y paladares, tortas a ambos lados de la cara (María o Fontaneda, nos preguntaban sádicamente los curas, y nosotros debíamos elegir: María con la palma de la mano o Fontaneda con el envés, tal cual os lo cuento), pescozones (la especialidad del Luismi: un torniquete con los dedos perforando sin piedad la nuca y la sien), tirones de patillas (sobre todo si llevabas el pelo largo: los había que se lo rapaban ex profeso para evitar aquella tortura), latigazos con los cinturones de la sotanas (la especialidad del Nerón) y todo tipo de golpes con reglas y varas en las manos, bien en las palmas, o peor aún, en los dedos y en las uñas, los más dolorosos... y hostias como panes entre nosotros también, tiempo después, de chinorris y adolescentes, por individual o en pandilla, para defender nuestro territorio, hostias a puño cerrado en la cara y el estómago y el pecho y la espalda, y patadas de todos los colores y estilos (emulando, por supuesto, a Bruce Lee) e incluso peleas multitudinarias de peñas enfrentadas, de barrios o plazas o piscinas o colegios enemigos, o entre heavys y rockers y punkis y mods e hinchas de equipos de baloncesto y de fútbol, etc... di muchas y encajé más todavía en aquella fase absurda y violenta de aclimatación, hasta que recibí una gran paliza de una bestia llamada Rambo (podéis imaginaros por qué), la horma de mi zapato, experto en lucha leonesa, a la puerta del Atomium, rodeados de gente enzarzándonos, después de haberle dado injustificadamente un par de collejas en el servicio a un panoli de su pandilla, ya ni siquiera recuerdo por qué... me vino a buscar a la discoteca, Rambo, yo bastante colocado ya, y nada más verle venir supe que me caerían por todos los lados, pero por orgullo y amor propio salí a la calle con él, di yo el primer puñetazo (la mejor defensa cuando temes al adversario: el factor sorpresa), y a continuación me elevó como a una pluma por la cintura, me tiró sobre la acera y comenzó a golpearme con saña a diestro y siniestro hasta hacerme perder prácticamente el sentido... la cara y el cuerpo reventados y llenos de hematomas y arañazos, y el orgullo por los suelos, me hicieron pensármelo más en lo sucesivo e ir progresivamente templando mis nervios... me las merecía, aquellas hostias como panes delante de docenas de personas, y me las llevé y las encajé con la mayor dignidad que pude y asimilé lo mejor que supe aquella lección: que en mi caso, mejor la pluma que el puño, la palabra que la herida, y que las próximas guerras y peleas, no menos encarnizadas, serían en lo sucesivo sobre el papel...
Vicente Muñoz Álvarez
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