viernes, 5 de octubre de 2012

LOUIS FERDINAND CÉLINE: El rancio aroma de la burguesía.


A finales de la década de los cincuenta, William Burroughs, Allen Ginsberg y algunos otros poetas beat viajaron de Norteamérica a París para conocer personalmente a Céline, un escritor que les había deslumbrado y al que consideraban una especie de ángel apocalíptico y revelador. Lo que encontraron al llegar a Francia fue a un viejo arrogante, rodeado de perros y embutido en abrigos y bufandas, que afirmaba ser el mejor escritor de su generación y que les trató como a simples vendedores de hamburguesas. Según cuentan, al despedirse de él, decepcionados, le preguntaron por cortesía si le gustaban especialmente los perros, a lo que contestó: “Nada, no me gustan nada, los tengo sólo por el ruido...”

Esta anécdota, aparentemente absurda, puede en cambio ilustrar muy acertadamente la compleja realidad que fue Céline, uno de los narradores más grandes e incomprendidos del pasado siglo.

Louis Ferdinand Destouches (más tarde Céline) nació en Courbevoie, cerca de París, el 27 de mayo de 1894, en el ocaso de una era caracterizada, sobre todo en Francia, por el desencanto. El ideal frustrado de los revolucionarios, la inestabilidad política y el progresivo declive de la burguesía, hicieron de la segunda mitad del siglo XIX algo así como un baile de máscaras, un desenlace grotesco para todo un universo de utopías. Circunstancia que no pasó desapercibida para los grandes escritores de aquel tiempo (Baudelaire, Rimbaud, Lautreamont, Wilde, Huysmans), que reflejaron en sus obras la decadencia social que les tocó en suerte vivir.

La vida entera de Céline viene, pues, mediatizada por el desengaño de toda una generación: la farsa simulada de la guerra, el rancio aroma de la burguesía y el fin de la era colonial. Y sus novelas no van a ser sino la interpretación trágica y grotesca de su propio desencanto.

En 1932, tras viajar a África y ser herido y desmovilizado en la Primera Guerra Mundial, publica Viaje al fin de la noche, una de las novelas más impactantes del siglo XX, que cimenta las bases de su peculiar estilo y genera reacciones opuestas en la crítica.

Céline dibuja a Bardamu, protagonista del Viaje, como un juguete en manos de un destino absurdo que condiciona en gran parte sus acciones. Y ante premisa de esta índole, la única postura razonable es la resignación. Esperar estoicamente que la vida nos pudra y nos reviente, que nos pierda y finalmente nos arroje al fondo de la noche, ese rincón de penumbra donde terminan todos los caminos…

Lo que Céline describe en la novela es un mundo visto a través de un cristal borroso y empañado, un mundo caótico y regido por hilos siempre inciertos. Por eso sus personajes parecen faltos de identidad, son blancos humanos sobre los que se ceba la desgracia, seres mediocres y vencidos que se dejan llevar por la corriente. Aunque lejos de ahondar en derrotismos, Céline se recrea en la ironía y el sarcasmo que afila sus palabras, en la farsa existencial que anima sus acciones. Todo lo cual confiere al Viaje ese extraño tono de tragicomedia cotidiana que va a caracterizar en lo sucesivo sus novelas.

Cuatro años después, cuando los críticos aún debatían el alcance revolucionario de esta obra, Céline publica Muerte a crédito, una visión delirante y fantasmagórica de la sociedad francesa de principios del siglo XX, que supone la consagración definitiva de su estilo. En este libro describe los años de su infancia y adolescencia, sus temores y dramas y la ambigua escala de valores que caracteriza ese primer aprendizaje. Para lo cual adopta un lenguaje impresionista y sincopado, hipnótico, visual, balbuceante, cargado de exclamaciones y puntos suspensivos, que atrapa al lector por encima del propio contenido que transmite. Lo que él mismo llamó “lengua hablada emotiva”, una especie de poesía escatológica que distorsionaba hasta lo grotesco la tragedia del absurdo humano.

Todo en Muerte a crédito es oscuro y sórdido, como lo era también en el Viaje: los trabajos del Ferdinand adolescente, su despertar al sexo o la frustración existencial de sus mayores. Pero ese ojo de pez desde donde el narrador parece observar lo que describe, transforma el verdadero drama del relato en un número circense, una fanfarria. Y ese es, sin duda, el gran acierto de Céline: la alquimia que ejerce sobre las palabras desplazándolas de su contexto, estirándolas, retorciéndolas, atribuyéndoles valores nuevos.

Pese a ello, Muerte a crédito no fue bien recibida. Los críticos no supieron asimilar su innovadora técnica y se limitaron a compararla con el Viaje, cuando en realidad Céline había dado otra vuelta más de tuerca a su lenguaje.

En cualquier caso, el fracaso de esta obra le lleva a cambiar radicalmente de orientación, publicando en lo sucesivo una serie de panfletos de corte antisemita (Mea culpa, Bagatelas por una masacre, La escuela de los cadáveres) que denuncian el peligro de la conspiración judía y su imparable carrera hacia el poder.

Y así comienza el principio del fin. Automáticamente se le califica de escritor fascista. Y se le mira con recelo. Y estalla la Guerra. Y colabora con los nazis. Y huye de Francia. Y se le condena a muerte. Y se le encarcela en Dinamarca. Y se refugia en Meudon. Y todos le tachan en lo sucesivo de traidor…

Sus obras posteriores: Gignol`s Band, Fantasía para otra ocasión, Normance y la llamada Trilogía de las Crónicas, son estrepitosos fracasos comerciales que no logran redimir su imagen pública, pese a ser, sin duda alguna, grandes novelas. En ellas, Céline lleva hasta las últimas consecuencias el estilo iniciado en Muerte a crédito, una especie de dialecto emocional plasmado en cruentas imágenes visuales, destellos, llamaradas, fuegos de artificio.

Fue este idioma lo único de lo que Céline, atrincherado en su odio y su vergüenza, dispuso para defenderse contra el mundo tras su desafortunado error político.

¿Escribió así porque las circunstancias le obligaron a ello o vivió así porque forjó su imagen desde su escritura?

Se le juzgue como se le juzgue por sus actos, cara a literatura lo mismo nos da: lo importante, en cualquier caso, son sus novelas.


Vicente Muñoz Álvarez

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