miércoles, 26 de diciembre de 2012

ANIMALES PERDIDOS: Prólogo.



De la penumbra a la luz 


Animales perdidos, el último poemario de Vicente Muñoz Álvarez, reconstruye una travesía vital y poética desde la oscuridad de los días amargos y las noches turbias de tristeza hasta las mañanas luminosas por el amor y la esperanza. Desde el atosigamiento de los infiernos interiores hasta el reencuentro con la vida plena y con la estabilidad anímica, pasando por ese desasosiego de quien está desorientado y ya no se ve capaz de encontrar de nuevo su lugar en el mundo.

En esta obra observamos paralelismos con una novela, pues a fin de cuentas nos narra una historia, con su planteamiento (Infierno), su nudo (Purgatorio) y su desenlace (Cielo). Que no se preocupe el lector: no estoy desvelando nada que no se intuya desde que abrimos el libro y leemos el título de esa primera parte. Donde hay Infierno, tarde o temprano (lo sabemos), habrá un Cielo. Se trata de los contrarios. Los contrarios, los opuestos, en realidad se necesitan para subsistir: no olvidemos la relación de necesidad entre el superhéroe y el villano, analizada por ejemplo en la película El protegido. Lo que debe interesarnos no es el qué, sino el cómo. Porque, en la poesía, no importan las revelaciones postreras, sino las formas. Importa el modo en que el autor lo cuenta. Nos importa el camino, y no tanto la meta. 

Animales perdidos entronca, en un principio, con la obra poética de Vicente Muñoz (Canciones de la gran deriva, Privado, Parnaso en llamas…) que ya conocemos, pues comparte algunos temas comunes (el vacío, la angustia bernhardiana, la soledad, la huida de los entornos humanos, el tiempo como trituradora que todo lo consume, el miedo…) que, esta vez, están potenciados porque V. les ha extraído aún más savia. Sin embargo, su progresión acaba siendo distinta en cuanto a las intenciones finales. Veamos por qué. 

En la primera parte encontramos a un poeta recién salido de una ruptura sentimental, tras una relación de varios años. De ella surge un hombre partido en pedazos, envuelto en una sensación continua de desamparo, que se siente exactamente como uno de esos animales vagabundos a los que, con suerte, alguien rescatará de la calle para amarlos (inolvidable el primer poema, que da título al libro, y donde hallamos ya esa soledad de quien ha perdido el rumbo, simbolizada aquí por ese perro enfermo al que una vecina acoge en su hogar). 

No eran buenos tiempos: es el verso que anuncia que la travesía comienza en un pozo. La quiebra amorosa desemboca en una etapa de sueños marchitos y desamor, de llanto por el pasado, por lo que hubo y no volverá. Por si eso no bastara, la ruta del calzado (el poeta como vendedor que intenta conciliar la vida solitaria en la carretera con la escritura de su obra en marcha, inmerso en un mundo despiadado de crisis, amargura y valores enfermos y en decadencia) acentúa esa vaciedad: 

La vida a los 40 años 
es el juguete roto 
del sueño en nuestras manos. 

En este Infierno sólo quedan apenas unas tablas a las que aferrarse para lograr la salvación: el poema como guía y refugio en el que cobijarse, las obras de otros autores que lo acompañan en su soledad e inspiran algunos de sus versos (Malcolm Lowry, Thomas Bernhard, David González, Pablo Casares, Philip K. Dick, Céline…) y, sobre todo, la palabra como símbolo de supervivencia; en este sentido, es magistral este recurso que evoca el submundo de criaturas abisales de William S. Burroughs: 

las palabras 
son semillas 
que germinan 
como flores 
carnívoras 
en el subconsciente 

No olvidemos que, en el altar donde Vicente coloca a sus héroes, ocupan un sitio de privilegio los autores de la generación beat: Kerouac, Ginsberg, Burroughs… De hecho, su rutina on the road como vendedor de zapatos alude a ese periplo viajero, a ese rumbo constante por carreteras y pueblos donde no faltan la soledad y la lluvia. Infierno no rehúye, tampoco, el amargor producido por las lacras y los temores actuales, síntomas modernos de nuestras vidas y de una sociedad enferma: véase el poema “Sujeto de experimentación”. Síntomas de un mundo en ruinas con los que el lector se siente identificado. 

En la segunda parte encontramos poemas casi siempre más breves que los del primer bloque, y caracterizados por la falta de título. En su germen habitan la extrañeza, esa (antes citada) huida de los entornos sociales, la búsqueda de un cobijo y el peregrinaje por un camino erizado de rosas y espinas. En Purgatorio hay menos poemas narrativos, a veces sólo una deriva que culmina en auténticos estallidos poéticos: 

los pájaros picoteando 
el suelo en la terraza 
la figurilla del lobo de mar 
fumando en pipa 
las flores del jarrón 
que se han secado 
el chasquido de la lluvia 
en la ventana 

Purgatorio ya anuncia, hacia el final, que va siendo hora de ver la luz y salir de esa penumbra que enlaza con el título de la bitácora que Vicente mantiene en la red: “Mi vida en la penumbra”. 

El lector, para entonces, está tan angustiado como el propio poeta. Necesita ese respiro, ese oxígeno, porque desde el inicio empatiza con el autor. Anhela su salvación. Desea que encuentre la paz de espíritu y establezca su hogar, su nido. 

La última parte, Cielo, abarca un resurgimiento, un encuentro, la entrada a un mundo donde cualquier cosa es posible, donde todo va bien y las sombras se van extinguiendo gracias (no podía ser de otro modo en un romántico como V.) a los ojos de una mujer, gracias a su compañía, que posibilita el sosiego: 

nuestro amor 
era un milagro 

Quizá Animales perdidos sea, de todos los poemarios del autor, el que prefiero. Es evidente que, a veces, necesitamos grandes y brutales dosis de fracaso, deriva y sufrimiento para hallar bienestar y una obra aún más madura. Por suerte o por desgracia, los fracasos vitales suelen desembocar en proyectos literarios más cerrados, con ese pulso narrativo de quien escapa de las tinieblas para afrontar lo que vendrá. Pero eso lo sabíamos: porque Vicente Muñoz Álvarez es de uno de esos hombres ya curtidos que, en la lucha, jamás se rinden.


José Ángel Barrueco, prólogo de Animales Perdidos (Baile del sol, 2012). 

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