miércoles, 6 de julio de 2011

ARTHUR MACHEN: El ritmo oculto de las sensaciones.


El universo entero es un sacramento tremendo, una fuerza y una energía místicas e inefables veladas por la forma exterior de la materia. Y el hombre y el sol y las demás estrellas, y la flor entre la hierba y el cristal en la probeta del laboratorio, son, todos y cada uno de ellos, igualmente espirituales y materiales, y están sujetos a una acción interior.

Arthur Machen


Cuando hace ya un montón de años (quince o veinte o tal vez más) leí por primera vez La colina de los sueños, de Arthur Machen, me quedé totalmente deslumbrado por su extraño sincretismo y por su magia. Comenzaba entonces a dar mis primeros pasos como narrador y las desventuras de Lucian, enfrentado a la resistencia de las palabras y el mundo, se me antojaron una especie de solaz a mis propias frustraciones y esfuerzos. Porque, en tal sentido, este libro es un homenaje al acto reflexivo del creador: la novela de cómo se escribe una novela, o, en términos aún más exactos, la novela de cómo se sufre la gestación de una novela.

Conocía a Arthur Machen (1863-1947) por sus cuentos fantásticos y su aportación a los Mitos de Cthulhu, donde sustituye los fantasmas típicos de la literatura gótica por presencias que se manifiestan en su Gales natal a pleno día, fuera del contexto clásico en el que hasta ese momento habían sido representadas Sus relatos más famosos desarrollan desde diversos puntos de vista esta temática, joyas como El Gran Dios Pan, La luz interior o Vinun Sabbati, que sugieren la existencia de un mundo invisible tras la apariencia cotidiana de las cosas y que tradicionalmente han sido incluidas en las antologías más serias del género.

Sin embargo, y pese a la fuerza evocadora de estos cuentos, no es por ellos por los que hablaré a continuación de Machen, sino por la inquietante novela antes citada, La colina de los sueños, que supuso un giro de ciento ochenta grados en su trayectoria y que podría ubicarse por méritos propios entre los libros consagrados del decadentismo.

Su segunda y tercera lectura (hace unas semanas) me han revelado algunas claves que en su día, por falta de documentación, no supe apreciar.

En primer lugar, el simbolismo preciosista que da sentido a sus páginas, esa obsesión del protagonista por escribir la obra perfecta y desvelar las correspondencias del leguaje y de los sentimientos. Y, asimsimo, el aroma mórbido y sofisticado que destila, la fatiga existencial tan propia del esteticismo que enturbia el ánimo de Lucian en el paraíso artificial y a menudo doloroso de la literatura.

Partiendo de estas premisas, y como síntesis personal de todas ellas, Machen decide escribir un diario de lucha y hastío, narrar las experiencias psíquicas de un outsider entregado al culto de la belleza y al ritual puro del arte. Plantemientos estos que, a partir de Baudelaire, ya habían explorado frecuentemente los simbolistas y que llevó más tarde J.K. Huysmans hasta sus últimas consecuencias en su novela Al revés, biblia indiscutible del decadentismo. Con la particularidad de que Machen fusiona lo esencial de ambas corrientes en su peculiar universo de ensoñación, dando lugar a un libro exclusivo, a caballo entre la vaguardia estilística y la prosa de ciencia ficción.

Desde este punto de vista, La colina de los sueños es un intrincado laberinto de situaciones que desembocan en un final ambiguo y oscuro: ¿Qué le sucede a Lucian? ¿Ha soñado su vida o ha vivido un sueño? ¿Ha escrito realmente una novela o sólo la ha intuido? Preguntas que cada lector debe resolver en función de las claves que va desvelando en la novela. E interrogantes, en cualquier caso, a los que se puede dar más de una respuesta. Sin olvidar, como ya antes señalaba, que Machen es teóricamente un escritor de corte fantástico y que por tal circunstancia La colina de los sueños tuvo que implicar para él un doble esfuerzo: el del distanciamiento temático del género, y el de una apuesta arriesgada por armonizar en su obra las técnicas más complejas del simbolismo y el decadentismo: la música de las palabras, su ritmo secreto y la asociación libre de los sentidos para obtener la obra total, una prosa directamente inspirada en la naturaleza.

Todo el libro persigue indiscriminadamente este ideal, la fijación de Lucian por escribir un texto que conjugue estilo y sensaciones y que facilite al lector la compresión de las analogías ocultas del lenguaje.

Quiero escribir la historia de un Robinson Crusoe del alma - afirmó Machen-, de un hombre que está solo, no porque se halle en una isla desierta sino por su aislamiento mental, porque entre él y todos aquellos con quienes tropieza medie un auténtico abismo. Algo que sólo una pluma como la suya, curtida por vocación en lo imposible, pudo lograr allí donde otros fracasaron.

Y, ya para terminar, una observación quizás un tanto osada: creo que si Machen hubiese escrito por aquel entonces La colina de los sueños en vez de en Inglaterra en París, su libro se estudiaría hoy en Francia junto a los de los grandes simbolistas, en vez de entre los cuestionados y modestos escritores de ciencia ficción. Aunque seguramente entonces yo no lo hubiera reivindicado con tanto entusiasmo en este artículo.

Vicente Muñoz Álvarez

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