lunes, 19 de octubre de 2009

EL NECRÓFAGO

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Cubría presuroso el trecho que me separaba de mi hogar. Pese a ser la noche serena y estrellada percibía algo siniestro en el perfil de la luna, cuyo halo se hacía de cuando en cuando intermitente con el paso de las nubes. Mis botas parecían entonar sobre el sendero una cadencia fúnebre, acompasada por los gritos de los chotacabras del bosque, y mi inquietud se acrecentaba al acercarme al cementerio en el cruce de caminos. Teñido por la argentada luz lunar divisaba nítidamente su interior, salpicado de cipreses centenarios que hundían sus raíces en la oscuridad infecta de las sepulturas. Un agudo escalofrío recorrió mi espalda cuando las nubes apagaron la luz de la luna y escuché un eco cercano en el interior de las tumbas. Luego, un ronzar entrecortado, como de huesos que se astillan... Y después, al iluminarse de nuevo el cementerio, le distinguí junto a una cruz, devorando el amasijo informe de un difunto: un ser esquelético, fibroso y obsceno, bajo cuya cabellera albina refulgían dos ascuas ardientes. Vagamente, sin embargo, recordaba al hombre, aun siendo bestia.

Más tarde, ya en la aldea, al describirlo con espanto a los mayores, supe que la decadencia y el incesto engendraron tiempo atrás aquella estirpe en la cripta.


Vicente Muñoz Álvarez, de Marginales (Eje Ediciones, Colección Cúa, 1998).

Ilustraciones by Mik Baro
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