Es el pulso, la respiración, la vida interior de la casa, compuesta por cientos de diminutas criaturas, pequeños e inquietos corazones latiendo al compás del reloj de pared, que monótono, obsesivo, desgrana en el salón las horas. Pero a veces, en ocasiones, ciertas noches se despierta uno súbitamente y escucha sobrecogido esos nítidos pasos que resuenan por encima del tic tac del reloj de pared y que en nada se parecen a la habitual pulsión de la casa, pasos en las paredes, de abajo a arriba y de arriba a abajo, sobre el techo, irregulares pasos que parecen avanzar hacia ti, acercarse pausadamente a ti, y se detienen sobre tu cabeza, justo encima, o en el tabique que roza la cama, a escasos centímetros de tu cuerpo, para escuchar tu respiración jadeante y nerviosa, entrecortada, y el acelerado fluir de la sangre en tus venas. O se acompañan, los pasos, de otros ruidos, cuerpos que se deslizan, que se arrastran, que reptan, y arañazos estridentes en la pared. Ratas corriendo, tal vez, o polillas que incuban en la oscuridad sus huevos. Cualquier cosa puede ser en estos caserones de pueblo, con cámaras de aire vacías, aislantes, entre los tabiques interiores y los gruesos muros de adobe que delimitan el exterior. Cualquier cosa: gatas maullando como bebés sobre el tejado o murciélagos batiendo sus alas membranosas en la cuadra. Pero uno tiende siempre a pensar lo peor cuando en las noches de insomnio escucha esos pasos, ratas, merodeadores o insectos acechando tras los tabiques, esperando no se sabe qué ni por qué... Tiende uno siempre a pensar lo peor porque el insomnio es así, dado a fantasmagorías, creador infatigable de monstruos. Ratas corriendo, quizás, o cualquier otra cosa.... niños encerrados, emparedados, llorando... manos amputadas que se abren camino...
Vicente Muñoz Álvarez,
de El merodeador (ACVF editorial, 2016)