Ya me son odiosas todas las historias de la andante caballería; ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído.
Quijote
La mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni mas, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía.
Sancho
Delante de mí tengo la carta.
Cerrada. Bajo el flexo. Sobre el escritorio.
Y no me atrevo a abrirla.
La he recogido del buzón esta mañana, a medio día, junto a algunos recibos y folletos de publicidad, y aún no he tenido valor para abrirla. De hecho, dadas las circunstancias, no creo que finalmente me decida a hacerlo.
Afuera sigue lloviendo intensamente. Hace días que no para de llover. Una lluvia oblicua y densa.
Y ladran sin descanso los perros.
*
La carta es de mi amigo L y está sellada el día once de noviembre de 2006 en V. Hoy es diecinueve. Ha tardado, por lo tanto, más de una semana en llegar. Lo que se dice un servicio eficaz de correos...
El día nueve de noviembre, dos días antes de la fecha en que fue sellada la carta, L me llamó por teléfono en plena crisis para decirme que no aguantaba más, que no podía seguir así, que estaba ( son palabras suyas ) al límite de sus posibilidades: que había tocado fondo. Dijo que no era capaz de soportar ya a nadie ni nadie le podía soportar ya a él, que no era capaz de pintar, de crear, que su mujer no le entendía, que ya no le gustaba leer, viajar, salir, escuchar música, que estaba vacío, agotado, estresado, y que necesitaba urgentemente un cambio. Que si podía, en suma, venir a mi casa a pasar unos días. Yo le dije que sí, por supuesto, que podía venir cuando le apeteciera, que charlaríamos tranquilos y que aquí, en el pueblo, podría descansar. Y él balbució que de acuerdo, que vendría a verme, a pasar conmigo unos días, si verdaderamente no me resultaba engorroso. En absoluto, le dije, mi mujer no está, nos hemos separado momentáneamente, y tu compañía me ayudará a descongestionarme a mí también del trabajo...
Eso le dije, porque no podía, al escucharle en tal estado, decirle otra cosa. Conocía a L lo suficiente como para entender que necesitaba mi ayuda y le invité sin vacilar a venir a mi casa.
El día nueve de noviembre.
Quedó en venir, pues, el once, dos día más tarde, y en llamarme de nuevo para confirmarme la hora de su llegada, después de agradecerme en reiteradas ocasiones mi ayuda.
Espero que le sirva de algo, recuerdo que pensé al colgar el teléfono, que mi compañía y mi casa le sirvan de algo, si es que algo, efectivamente, le puede en este momento ayudar... Te encierras en tu mundo, pensé, y ese mundo, el imprescindible y más querido, te devora y anula para disfrutar y entender otros mundos hasta que de pronto, un día, ese mundo se vuelve hostil y extraño y deja de llenarte por dentro y te asfixia y oprime. Eso es, seguramente, lo que le ha pasado a L, lo que le está pasando a fuerza de encerrarse en casa a pintar, de olvidarse de todo pintando, y de creer que no necesita nada exterior para su evolución personal. Su mundo, como el mío a veces, como el de tantos y tantos creadores, le ha devorado por dentro hasta dejarle en su lamentable estado actual. Por eso necesita un cambio y por eso se ha acordado de mí, ha recurrido a mí cuando ya nadie alrededor le entendía, como yo otras veces he acudido a él cuando a mi alrededor nadie ya me entendía. De hecho, fui yo quien por primera vez ( y en más de una ocasión ) me trasladé a su casa de V con el mismo pretexto, con idéntica excusa, bloqueado y exprimido por dentro, seco y vacío, y él me ayudó y atendió y logró devolver a la tierra. Y ahora es él, L, quien está en el mismo punto de partida ( o de llegada ), en el mismo lugar, y necesita urgentemente salir de su mundo para no enfermar en él de tedio y hastío. Salir de su mundo para entrar en el mío y viceversa, entrar yo en el suyo para salir a veces del mío.
Extraña forma de vida.
Pasé la mañana del día diez arreglando la casa y preparando una habitación para L, la de los invitados, bajé a la ciudad, hice la compra, aproveché para ir a correos y al banco y pensé una y otra vez en la forma de afrontar aquella visita, de ayudar a L sin resultar artificial o indiscreto, teniendo presente su estado. La clave, en cualquier caso, era yo mismo, mis propias depresiones y crisis, y a ellas, o a lo que yo esperaba de la gente entonces ( y casi nunca encontraba ) me debía remitir.
En cualquier caso, me dije, le vendrá bien un cambio, dejar la ciudad unos días y descansar en el pueblo, olvidar su trabajo, su pintura, y respirar aquí aire puro. Le vendrá bien el campo, como me viene a mí bien la ciudad cuando me empacho del pueblo, bares, coches, parques, gente, ruido... Él necesita ahora silencio, largos paseos y horizontes abiertos. Por eso me ha llamado y por eso quiere venir, porque todo, cualquier cosa ( la pintura, la escritura ), por más que nos llene, se convierte tarde o temprano en rutina y la rutina en tedio y el tedio, finalmente, en enfermedad y hastío. Por eso, me repetí hasta autoconvencerme, le sentará seguramente bien un cambio.
De nuevo en casa, al volver de la ciudad, preparé la comida, dormí la siesta un rato y me senté a leer en el sofá esperando la llamada de L para confirmarme la hora de su llegada al día siguiente. Leí unas páginas de Corrección, de Bernhard, pero su dureza y frialdad, a diferencia de otras veces, me helaron la sangre y tuve que cambiar pronto de libro. Releí a continuación un pasaje de Castaneda ( en el que Don Juan habla de los pinches tiranos, inteligentísimo, sarcástico y divertido ) y varios poemas de Fonollosa hasta que, a media tarde, ya impaciente, decidí yo mismo llamarle a su casa.
Cogió el teléfono S, su mujer, y me explicó, alarmada y nerviosa, que L no había ido a comer esa mañana; que había salido pronto, sobre las diez, a consultar en la estación los horarios de trenes, y que no había regresado ni llamado desde entonces; que estaba cada vez más preocupada, teniendo en cuenta su estado, que había llamado sin éxito a varios familiares y amigos y que estaba a punto de llamarme a mí para preguntarme si sabía algo al respecto. Nada, le dije, no sé nada al respecto, esperaba su llamada para confirmarme la hora a la que iba a llegar su tren, pero no sé nada más al respecto... Eso le dije. Y ella contestó que me tendría al corriente, que me avisaría si L llegaba a casa, y que si no lo hacía en unas horas, antes de que anocheciera, llamaría finalmente a la policía.
Me puse a ver una película, un documental sobre Arthur Cravan, con el único fin de no pensar en él, en lo que S me acababa de contar por teléfono, pero no logré terminarla. Las imágenes pasaban delante de mí como fantasmas, Cravan, Jhonson, Blaise Cendrars, superpuestas a su vez sobre el rostro de L, que mi subconsciente proyectaba nítidamente en sus caras.
Dejé la película y salí a pasear con los perros. La tarde estaba ventosa y fría y espesos nubarrones comenzaban a cubrir en el horizonte el cielo. Recordé lo mucho que le gustaba a L caminar por el campo, los paseos que solíamos dar juntos, y deseé que no se pusiera a llover cuando él llegara. Si está lloviendo no podremos salir a caminar, recuerdo que pensé, y todo será para los dos más complicado. Aunque primero tiene que aparecer, volver a casa y llamarme para confirmar la hora a la que llegará mañana su tren... Seguramente se haya quedado a comer con alguien, con algún amigo, me dije, y esté a punto de aparecer...
Cuando llegué a casa con los perros estaba ya anocheciendo. Me di un baño de agua caliente escuchando a Tom Waits (Rain dogs) y preparé a continuación algo de cena. Acto seguido, frente al televisor sin voz, llamé por teléfono a S.
L aún no había aparecido y ella había llamado ya a la policía, suplicándoles que le buscaran por la ciudad. A su vez, ella iba a salir con su hermano para recorrer en coche los bares y zonas por las que habitualmente solían moverse. Eso me dijo. Y que me llamaría, a la hora que fuese ( insistí ), si tenían alguna noticia suya.
Comenzaba a temer lo peor, pero no quería pensar en ello. Mejor no pensar ni decir lo que no quieres que pase...
Volví a Cravan. El poeta boxeador contra Jack Jhonson. Golpe a golpe. Seis asaltos. La Barcelona dorada de entreguerras, su obsesión por Wilde y aquella despedida fantasmal de Mina, esos dos minutos de metraje robados al olvido que preceden, como un epitafio, a su desaparición en el Golfo de México... Logré terminar la película, pero su final, el de Cravan, me desazonó por completo y me hizo pensar de nuevo en L, en ese instante también desaparecido, en dónde estaría, qué le habría pasado, y en otras cosas a las que mi cabeza, pese a intentar evitarlo, se obstinaba una y otra vez en volver.
A las doce y media, cada vez más intranquilo, me tomé un somnífero y me tumbé en la cama, aunque tardé un buen rato en dormirme, intentando, en todo momento, no pensar en mi amigo ni en lo que le hubiera podido pasar.
No quería, durante la noche, filtrarlo bajo ningún concepto en mis sueños.
El teléfono me despertó a las ocho y diez de la mañana. Era un policía. Desde V. Me hablaba en nombre de S, que estaba siendo en ese momento trasladada a su casa desde la estación.
L se había arrojado al tren hacía aproximadamente una hora, sobre las siete, y había fallecido prácticamente en el acto.
Eso me dijo el policía.
Mientras afuera, tras la ventana, en el mundo exterior comenzaba el diluvio.
De camino a V en el coche, esa misma tarde, la del once de noviembre, recordé cómo había conocido a L hacía más de quince años y cómo había evolucionado nuestra vida y nuestra amistad. Yo editaba entonces una revista de relatos y él ilustraba los textos, así contactamos. Luego él terminó Bellas Artes y yo Derecho, dejamos de editar la revista, él se dedicó profesionalmente a pintar y yo a vender con mi padre zapatos ( frustrado y alienado por unas oposiciones que no logré nunca aprobar ) y a intentar escribir todo lo que, como un vendaval, rugía incesante en mi mente. Desde entonces, periódicamente, cada dos o tres años, yo me trasladaba a V para desahogarme del campo y él a mi casa en el pueblo para decongestionarse a su vez de la ciudad. Los dos, de alguna manera, buscábamos lo que no teníamos cerca y lo que el otro nos podía ofrecer, compartiendo de fondo la misma necesidad de extrañamiento y de olvido. L había nacido en un pueblo y se había trasladado a la ciudad, yo en una ciudad y me había trasladado a un pueblo. Pero, de cuando en cuando, L necesitaba unos días de campo y yo de ciudad, y era entonces cuando nos reuníamos. Así periódicamente, desde hacía más de una década.
Pero en ese momento L estaba ya muerto, se había arrojado a las vías del tren justo antes de venir a mi casa, y yo me trasladaba bajo la lluvia en coche hacia V para algo muy diferente a otras veces.
Llegué al velatorio al caer la tarde, después de buscar hotel, y encontré allí a S, que a duras penas guardaba la compostura. Apenas hablamos de L. Me dijo que no sabía nada, que no había encontrado nada, notas o mensajes o indicios que pudieran, de alguna manera, justificar los hechos. L estaba deprimido y huraño desde hacía meses, en tratamiento, pero ni por un instante había dejado entrever sus intenciones. No se lo podía explicar. En casa, me dijo conteniendo las lágrimas, aún está su maleta, preparada para ir a verte... Lo tenía ya todo listo...
El funeral fue al día siguiente, el doce, y se ofició en la más estricta confidencialidad, con S y unos pocos familiares y amigos.
A continuación, en el crematorio, mientras afuera llovía sobre la tierra, se incineraron para siempre sus restos.
Y yo regresé a casa.
*
Delante de mí tengo la carta.
Cerrada. Bajo el flexo. Sobre el escritorio.
Y no me atrevo a abrirla.
La he recogido del buzón esta mañana, a medio día, junto a algunos recibos y folletos de publicidad, y aún no he tenido valor para abrirla. De hecho, dadas las circunstancias, no creo que finalmente me decida a hacerlo.
Afuera sigue lloviendo intensamente. Hace días que no para de llover. Una lluvia oblicua y densa.
Y ladran sin descanso los perros.
L debió echar la carta al correo la noche antes de morir ( a juzgar por el matasellos, fechado el once de noviembre ), justo cuando yo le estaba esperando.
En algún momento del día diez, durante las horas que estuvo ausente de casa, debió escribirla, justificando tal vez lo que estaba ya a punto de hacer.
La carta, por motivos que ignoro, ha tardado más de una semana en llegar, tiempo durante el cual no he podido dejar de pensar en él ni un sólo instante. De maldecir la pintura y la escritura y ese Arte en mayúsculas que nos secuestra del mundo, deslumbrándonos con sus quimeras. De preguntarme una y otra vez por qué lo hizo. De rezar a cualquier dios por él.
Y ahora tengo frente a mí su carta, su última carta, bajo el flexo, en mi escritorio, y no me atrevo a abrirla...
Temo que al hacerlo, descubra motivos y razones que sospecho, pero que de momento prefiero ignorar.
No me siento con fuerzas.
La guardaré entre mis papeles y esperaré hasta que algún día, si es que supero el trauma, me decida finalmente a abrirla.
Cuando dejen de ladrar los perros.
Cuando cese esta lluvia densa y oblicua y vuelva a brillar el sol.
No antes.
Ni quizás entonces.
Nunca ahora.
Vicente Muñoz Álvarez, de El merodeador (Baile del sol, 2007).
Ilustraciones by Toño Benavides.