Dios bendito… aquello era espantoso… la carne triturada, desgarrada, hecha jirones, cercenada aquí y allá, grumos de sangre en todas partes, en el salpicadero, sobre el volante, en los cristales… Un boquete enorme, como una dentellada, caliente aún, borboteante… Como el resto, los tipos anteriores: todos castrados de igual modo. Que ya iban cuatro, con el del Mercedes, chorreando sangre, mutilados… Y el jefe machacándome todos los días... Es que no había pista alguna, indicios, huellas, nada. Sólo aquellas mordeduras, dentelladas enormes, bestiales, espantosas… Los demás polis me preguntaban: qué hacemos con el cuerpo, las huellas, la ambulancia, el tanatorio… Les dije que le pusieran una manta encima, que no tocaran nada, que llamaran al forense, que acordonaran la zona, que esperaran. Yo tenía que ir a casa a descansar un poco. Lo necesitaba ya, después de varias noches sin dormir, dándole vueltas… aquellas mordeduras, como si les hubiese arrancado el miembro un cocodrilo, de una dentellada, ñam, y se acabó: desencajados, desangrados, muertos de dolor… o de placer... Porque tenían caras de extasiados todos, como de estar gozando lo suyo en el momento clave… su expresión, los ojos entornados, su sonrisa… Los cuatro igual, además, hombres ricos, de mediana edad, calvetes, barrigudos… en sus coches de lujo desangrados con aquel puré de picadillo entre las piernas... Les robaban los anillos, las medallas, la cartera… y les dejaban pudriéndose en la noche, muertos.
Me empaquetaron el caso de rebote, así a lo tonto, por casualidad.... Que la semana anterior habían herido al Robe, el Carnicero, él, que todo lo sabía, que todo lo arreglaba, experto en sangre, amputaciones, torturas y descuartizamientos… En una refriega en un burdel, un buen tajo en el cuello, a dos centímetros escasos de la yugular. Le habían dado para el pelo, al Robe, siempre vociferando, insultando, golpeando… Tal vez reflexionara en el hospital un poco, su filosofía, el creerse dios con la pistola al cinto... Pero entre tanto yo me estaba comiendo aquel marrón, bien distinto a los otros, mi especialidad: narcotráfico, alijos, estupefacientes… Un trabajo fácil, controlar a ciertos tipos, incautar algunas dosis, hacer la vista gorda… Y recibir a cambio favores, paquetes, comisiones… O a lo sumo enchironar a alguno, pobres diablos normalmente… tres, seis, diez meses… para que el mundo se creyera un poco lo de la justicia... Pero jamás como aquel terrible asunto, algo tan siniestro como lo de las mordeduras. Que me estaba trastornando bien, con el jefe encima todo el día, echando pestes, los policías, reporteros, la asfixiante opinión pública… No sabía ya qué hacer, le daba vueltas por la noche con las fotos de los fiambres en las manos, aquellos boquetes, aquellas caras de placer… Porque además eran muy ricos, los castrados, todos hombres importantes: Director X, Señor J, Señor H… Presidentes de tal, Miembros de cual, Honoris Causa… Que de haber sido otra cosa, pobres hombres, vagabundos, emigrantes, todo hubiera sido quizás algo distinto, menos público, el asunto, menos protocolario, qué sé yo... Pero no, nada de eso, con los ricos no hay manera, todo es diferente, todo rápido y observando estrictas reglas…Y yo es que no tenía ni idea de cómo ventilar aquella historia, cómo proceder, por dónde respirar, atar siquiera un cabo... Me inventaba de todo, frente al jefe: que tal vez fuera un psicópata resentido, el autor de las matanzas, o una banda de skinheads o alguna feminista loca... Pero nada, no tragaba, la cosa... Y venga a explotar en gritos… sargento para aquí, sargento para allá… Un marrón curioso, al fin y al cabo
Aquella tarde, la del cuarto hombre asesinado en el Mercedes, tampoco pude conciliar el sueño. Tenía que hacer algo de inmediato, tomar medidas, aunque resultasen incongruentes y absurdas. Le daba vueltas en la cama, fumando como un loco cigarrillos con aquellas fotos esparcidas por el suelo, y es que siempre era lo mismo: coágulos de sangre en todas partes y carne hecha puré. No había más, nada de lo que suele siempre sacar del apuro al poli bueno… huellas dactilares, cabellos, un mechero, colillas, barro en los zapatos... nada. Todo era muy limpio, obra de un profesional, sin duda. Le di vueltas y vueltas. Lo pensé... Hubiera preferido no tener que hacerlo, desde luego, pero no me quedaba otro remedio. Porque llega un punto, cuando ya no hay más salidas, en que todo puede ser razonable. Te ves de pronto con la soga al cuello y tienes que tragar cualquier manduca. Lo que sea. Y para mí había llegado ese momento: la hora de las claudicaciones.
Llamé a la Comisaría para preguntar por el hospital donde habían ingresado al Robe y salí de mi apartamento al caer la noche.
Lo nuestro era un asunto personal. Nada grave, pero desagradable, en cualquier caso. Él hacía esto y yo lo otro, él decía blanco y yo decía negro… Siempre así, disparidad total de caracteres. No nos llevábamos muy bien que digamos, pero nos respetábamos. Que cada uno hiciese su trabajo y punto, nada de comentar lo del otro, sus métodos, sus confidencias… Pero en el fondo, en lo profundo, bien guerreros los dos, prestos a saltarle al otro al cuello... Y hacia allá iba yo en mi coche, dirigiéndome a verle al hospital. Venciendo escrúpulos, por decirlo de algún modo.
Me abrió la puerta una enfermera, una muñeca morena, bien formada, con su bata blanca perfilando aquellas curvas y sus nalgas rebotando al caminar sobre los zuecos… Iba tras ella hacia la habitación del Robe y la veía tan oronda surcando aquel pasillo, con su melena brillante y sus tremendas caderas… Así que no me di cuenta hasta que llegamos. Habitación 312: Roberto Sancristobal.
Continuará...
Ilustraciones by Miguel Ángel Martín.